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10 de diciembre de 2020

Clausura de las V Jornadas Madrileñas de Novela Histórica

 
    Las V Jornadas Madrileñas llegan a su fin. Pero solo momentáneamente porque las palabras que tan generosamente nos han cedido todos los participantes (novelistas, ensayistas y periodistas) quedarán en el tiempo en nuestro blog para que puedan releerse y disfrutar de ellas. Es la aportación de la Asociación Verdeviento a este año 2020, año del centenario de Galdós y de Delibes, pero de muchos cambios sociales, no todos buenos. La historia y la literatura han estado ahí, desde marzo, acompañando a todos los grandes lectores. Por eso os animamos a seguir con nosotros. 
 
    No hubiera sido posible sin la ayuda de instituciones públicas y privadas, como la Biblioteca Regional de Madrid, de editoriales como Edaf que se ha comprometido a nuestra causa o Editorial Versátil y Edhasa. Tampoco sin la colaboración de webs y revistas, como Todoliteratura y Pasar Página. 
    Aunque sin los textos que nos han cedido los autores participantes y sus entrevistas contestadas nada de esto habría existido. Esperanza Varo, José Manuel Castellanos, Maribel Orgaz, Elvira Menéndez, Herminia Luque, María Pilar Queralt del Hierro, Carlos Mayoral, Luis Zueco, Mario Villén y Javier Velasco…con los que hemos unido esfuerzos los componentes de la Asociación Verdeviento. 
 
    A todos ellos les damos gracias infinitas. Esperamos que nuestro trabajo os entretenga en estas Navidades que deseamos que sean para vosotros especialmente saludables y que podáis disfrutarlas con vuestros seres queridos. 
 
    El 2020 queda atrás, por fortuna, y el 2021 nos traerá más historia y más literatura. 
 
 
Carolina Molina
Presidenta
 
Eduardo Valero García
Vicepresidente primero
 
Víctor Fernández Correas
Secretario 



Madrid, ciudad de la Cultura

Por Eduardo Valero García

 

    Víctor Fernández Correas nos ha recordado el alma de los barrios madrileños. Ha mencionado la Costa Fleming y su cabo: Corea. 

    Y es que Madrid no tiene mar, pero sí costas; como las recreadas por Antonio D. Olano en su Guía secreta de Madrid allá por los años 70. Además de Fleming y Corea, el autor identificaba las costas de Ballestas, Gran Vía y Clara del Rey. 

    Al tener costa no podía faltarle un faro, y así fue como en 1992 se erigió uno en la Moncloa. ¡Qué año aquel! 

    1992 fue para España una auténtica verbena. La Exposición Universal de Sevilla, las Olimpiadas de Barcelona y Madrid como Capital Europea de la Cultura. Parece muy lejano todo aquello porque ya es historia de otro siglo, pero sólo han pasado poco menos de treinta años. Muchos madrileños disfrutaron de Barcelona y de Sevilla; otros tantos casi ni se enteraron de lo que estaba ocurriendo en la villa y corte. 

    El 27 de mayo de 1988 el Consejo de Ministros de Cultura de la Comunidad Europea elegía a Madrid como Capital Europea de la Cultura para el año 1992. En aquellos tiempos era Juan Barranco el alcalde de esta villa. 

    En diciembre de 1991, un nuevo alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano, presentaba en Bruselas el programa de actos de la capitalidad cultural europea. Comenzaban así los preparativos para la celebración de Madrid’92, ciudad europea de la cultural. 

    El Consorcio Madrid’92, había sido creado para tal fin en noviembre de 1989 bajo las directrices de una comisión ejecutiva representada por el Ministerio de cultura, la Comunidad y el Ayuntamiento. 

 


 

    Muchos fueron los eventos programados y las inauguraciones de espacios que hoy perduran, como el ya citado Faro de la Moncloa (Torre de Comunicaciones del Ayuntamiento), de 110 metros de altura; emblema de nuestra ciudad. 

    Dispone de un rápido ascensor cuya utilización en 1992 costaba 200 pesetas por viajero (100 pesetas los niños y jubilados). Ahora cuesta 3 euros. 

    Poco después de su inauguración un fuerte viento se llevará parte de la cubierta y en 2005 se clausurarán las visitas turísticas por un defecto en su escalera, que incumplía la nueva reglamentación de Seguridad del Ayuntamiento. Reabrió sus puertas en 2015, pero un incendio en 2016 obligó a cerrarlo hasta 2017. Después de la realización de obras para adaptarlo a las necesidades del público, reabrió sus puertas en noviembre de 2020. 

    En el barrio del Pilar (junto a La Vaguada), se inaugura el Teatro de Madrid, para representaciones de zarzuela, ópera y danza. Años más tarde, en 2011, cerraba sus puertas. Hoy, abandonado y vandalizado, es recuerdo de lo mucho que se gasta sin vistas al futuro. 

    Lo mismo ocurrió con el Museo de la Ciudad, un edificio de 1900 m2 ubicado en la calle Príncipe de Vergara que cerró sus puertas en 2012. Hoy sabemos que las excelentes maquetas allí expuestas, fiel retrato de cómo era Madrid en 1992 (deterioradas algunas por el paso del tiempo), estuvieron a punto de ser destruidas ante la imposibilidad del Ayuntamiento de costear los gastos de almacenaje. Afortunadamente, la empresa Adif se quedará con la mayor parte de ellas y las expondrá en la estación de Atocha. El Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid (COAM) se quedará con la réplica de la catedral de la Almudena y con la de la Plaza de toros de las Ventas la Escuela Taurina de Madrid. 

    En el entorno del también inaugurado Parque de Juan Carlos I, se ponía en marcha la Institución Ferial de Madrid (IFEMA), donde se celebrarán por primera vez las ediciones de aquel año de la feria ARCO y Pasarela Cibeles. 

    Al coincidir con el V Centenario del descubrimiento de América, el tenebroso palacio de Linares será restaurado y convertido en Casa de América, con fantasma incluido. Allí se celebrará la II Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, con la presencia de 21 mandatarios, siendo la más sonada la de Fidel Castro, hospedado en el Hotel Ritz. 

    La inauguración del Museo Thyssen-Bornemisza y la puesta en funcionamiento de la segunda planta del Museo Reina Sofía conformarán, junto con el Museo del Prado, el Triángulo del Arte. 

    La estación de Atocha se mostrará al viajero completamente renovada y reformada, con un precioso jardín tropical ocupando el espacio donde antes estuvieron los andenes. Una tenue lluvia de vapor proveniente del techo creaba el ambiente propicio y regaba las exóticas plantas. Las palmeras del Brasil que aún podemos contemplar costaron la friolera de 150.000 pesetas cada una. También se inauguraba la estación de Alta Velocidad Española (AVE), para que los madrileños y turistas pudiesen llegar a la Exposición sevillana “en dos horas y un poquito”. 

    Mingote crea una Puerta de Alcalá dibujada, en plena construcción, con el propio Carlos III presentándola y rodeada de tipos madrileños de todos los tiempos. Las graciosas y preciosas ilustraciones recubrirán la verdadera puerta en sus cuatro lados.

 


    Se realizarán conciertos; exposiciones de arte; estrenos de grandes musicales; un rico programa titulado Ciencia, literatura y pensamiento; espectáculos en diversos puntos de la ciudad, con desfiles y pasacalles más representativos de las cabalgatas de Reyes o de Carnaval que de evento tan singular. El madrileño no llegó a comprender claramente que era todo aquello, de ahí que la participación ciudadana fuese escasa en los 1.800 eventos programados, con una media de asistencia de 700 personas por cada uno de ellos (un total de 1.272.572 espectadores). 

    Durante todo el año se publicó la revista La Capital, de escaso interés para el madrileño, aunque el primer número se agotó en menos de 48 horas. 

 


 

    Entre unas cosas y otras, la celebración de la capitalidad cultural europea supuso un gasto superior a los 6.000 millones de pesetas. Para eventos musicales se dedicaron 1.840 millones; 738 para el programa de ciencia, literatura y pensamiento; 756 para obras teatrales; 340 destinados a las artes audiovisuales y 381 para artes plásticas; la danza se llevó 281 millones y 328 la publicación de la revista La Capital. El Consorcio de la capitalidad gastó en publicidad 928 millones, y suma y sigue. 

    Madrid’92 supuso un cambio inesperado para la ciudad y sus habitantes; un nuevo modelo que dejaba atrás a la mítica Movida madrileña y los bandos de Tierno Galván. 

    Hasta aquí, y a grosso modo, he recordado el año que fuimos referente cultural de las Europas. Pero Madrid no necesita esos nombramientos, es Cultura por si sola. Cuna de todas las artes desde hace siglos, ha ofrecido al Mundo los más augustos nombres, tanto en la pintura como en la literatura y las ciencias. ¡Hasta un madrileño viajó a la luna! 

    Cuidemos siempre de nuestro valiosísimo patrimonio y nunca dejemos de lado la Cultura, porque en ella debemos poner todos los medios para apoyarla y fomentarla. 

    Muestra de ello han sido los interesantes artículos que hemos publicado en las V Jornadas Madrileñas de Novela Histórica que hoy no finalizan, sino que hacen un receso hasta el próximo año… porque siempre habrá Cultura. 

 


 

 

 

 

Eduardo Valero García

 

Este artículo contiene fragmentos de texto del libro Historia de Madrid en pildoritas   ISBN: 978-84-16900-81-7 (2018)
Editorial Sargantana

 


Madrid, sus barrios. Su alma.

 Por Víctor Fernández Correas

 
    Se suele decir que los escritores viven sus novelas, sienten a sus personajes, se refugian —y hasta se niegan a salir de ella— en la atmósfera creada que hacen suya para, después, plasmarla en sus páginas. Meses y meses encerrados en un mundo que sólo existe en su cabeza y que es producto de muchas lecturas. 
 
   
En mi caso, pasé meses y meses en el Madrid de comienzos de la década de los 50 del pasado siglo mientras escribía Se llamaba Manuel; meses investigando y leyendo obras, comparando mapas, situando ubicaciones, comprobando su antes y su después, y otros tantos trasladando aquel océano de datos, de vivencias, de imágenes e incluso de canciones a unas páginas. Y puede asegurar que disfruté de y con aquel Madrid. Disfruté de y con sus barrios, que es el leitmotiv de este artículo. 

    Porque Madrid es sus barrios, su historia se vertebra a partir de sus microhistorias, y más en una época en la que algunos de los barrios que ahora conocemos aún no habían sufrido una transformación que los vuelve irreconocibles a ojos de quienes los conocieron y vivieron en ellos. 

    Era aquel Madrid un Madrid de suburbios que exudaban tanta miseria como ganas de vivir. Un Madrid de anchas avenidas bañadas de luces de neón, de teatros y cines donde Hollywood se hacia carne y sueños, y de salas de fiesta donde las voces eran voces que se ganaron la eternidad por derecho propio. Un Madrid que quería ser, que quería olvidar lo que fue —y lo que era, al fin y al cabo—, un Madrid con un velo de modernidad en la mirada y alpargatas de esparto en los pies con las que caminar por un sendero titubeante. 

    Por ejemplo, en aquel Madrid incluso había costa. Años y años Los Refrescos cantando que Aquí no hay playa, y sólo hay que bucear un poco en la historia para descubrir que, a comienzos de los años 50 del siglo pasado, y con el aluvión de americanos recién instalados al calor de un hermanamiento entre naciones —bendecido y exaltado por el Gobierno de Franco como un signo de que en España empezaba a amanecer—, surgió la que vino en llamarse Costa Fleming, posiblemente la zona más animada de la capital del momento. Esa Costa Fleming de “mala arquitectura, bares equívocos, tablaos intempestivos, iglesias como fábricas de chocolate y sitios donde comer el pollo según las treinta hierbas diferentes recolectadas por no sé qué coronel norteamericano”, como se refirió a ella Paco Umbral. 

Costa Fleming

    “Parecía que todo el mundo estaba con horarios de vacaciones porque era un barrio en el que había mucha juerga nocturna”, palabras con las que la describe Jorge Galaso, presidente de la Asociación Costa Fleming, fundada en 2015 para revitalizar el comercio de la zona, y que adoptó como propio el nombre con el que la bautizó el periodista Raúl Pozo en 1968. Mucha juerga nocturna, dice Jorge Cadalso. Otros, simplemente, se referían a ella como la zona “más golfa de Madrid”. Sexo, alcohol e incluso drogas en una burbuja que se sabía que existía, pero que hacía desviar la mirada a más de uno y de dos capitostes del momento cuando se les mentaba que aquello era poco menos que Sodoma y Gomorra. Cosas que traen los americanos, se encogían de hombros. Dos naciones amigas, y Franco dándose un baño de multitudes compartiendo coche con Eisenhower por la Gran Vía, con las ventanas de la Torre Madrid componiendo con sus luces el apodo —Ike— por el que se conocía al presidente de los Estados Unidos. 

Torre Madrid - IKE

    Desde el Corea, el primer edificio del barrio, construido entre 1951 y 1954 —coincidiendo en el tiempo con la guerra que tenía a aquella península y a los americanos como protagonistas— en la manzana que dibujan el Paseo de la Castellana con las calles Félix Boix, Doctor Fleming y Carlos Maura, el american way of life fue pronto imitado también por madrileños que abrieron negocios en la zona para proporcionar servicios a los nuevos vecinos. Una zona donde los pepinillos, la mantequilla de cacahuete, el Cuatro de Julio o Halloween constituían un oasis de luz en una ciudad que luchaba por dejar atrás la época oscura de la posguerra. Hoy en día es una zona dinámica llena de viviendas, restaurantes y tiendas en cuya arquitectura se puede atisbar la modernidad a la americana que trajeron consigo sus primeros moradores. 

    Un Madrid de luz dispar, claroscuros en una ciudad donde se pasaba de la modernidad al Madrid cuyas tripas aún rugían de hambre; de la Gran vía a la que se asomaba Hollywood a través de ventanas como los cines Coliseum, Avenida o el Palacio de la Música —la originaria Sala Olimpia—, a sus calles perpendiculares, donde el olor a carne tibia llenaba la atmósfera de pensiones que se dejaban antes de las doce de la noche con tal de no aparecer en el listado de clientes que cada mañana amanecía en las mesas de una comisaría; una Gran Vía en la que lo mismo resonaban las voces del momento, diosas y dioses que se hacían carne delante de un micrófono en Pasapoga, que Ava Gardner se dejaba caer por Chicote levantando suspiros a su paso antes de que Frank Sinatra los apagara con una mirada de perdonavidas. Eso, ayer. Hoy, muchos de aquellos cines o salas de fiesta no queda más que el recuerdo y la nostalgia, en muchos casos, y en otros un esqueleto que cobija otras alternativas de ocio más acordes con los tiempos que corren. 

Pasapoga. Fotograma de Los ojos dejan huella

    El Pasapoga, lo cité líneas más arriba, en los bajos del cine Avenida. Un nombre exótico, atractivo, resultado del acrónimo de los apellidos de sus creadores —Patuel, Sánchez, Porres y García—. “La sala de fiestas más famosa del mundo”, como se anunciaba en 1952; inmortalizado para siempre por José Luis Sáenz de Heredia, que quiso plasmar su esencia en una de las escenas de Los ojos dejan huellas, con sus protagonistas disfrutando de una velada en aquel music hall. Decorado por Mariano García con elementos isabelinos y columnas de mármol, mucho pan de oro y arañas y enormes lámparas colgando del techo, las entre 15 y 18 pesetas que costaba la entrada no eran impedimento para bolsillos deseosos de pasar un buen rato mientras compartían velada con Ava Gardner —se bebió Madrid tantas veces que le harían falta vidas para contarlo— o Juliette Grèco al calor de la voz de Josephine Baker. Todo eso ocurrió mucho antes de que sus asiduos, allá por 1962, descubrieran la esencia, la deslumbrante belleza y femineidad de Coccinelle, la estrella absoluta del Carrousel de París y compañera de escenario de la mítica Edith Piaf, y cayeran rendidos ante ella sin saber que en su acta de nacimiento constaba que se llamaba Jacques Charles Dufresnoy. Una transexual deleitando a las élites y bolsillos abultados del franquismo. En España empezaba a amanecer. 

Coccinelle ©Cordon Press

    Un Madrid de luces, insisto, donde uno podía encargar una camisa en las cerca de 30 camiserías que existían en la Calle de la Montera —hoy apenas sobrevive una—. Calle que compartía protagonismo comercial con las de Preciados, del Carmen o Carretas. Todas ellas repletas de pequeños comercios, como la pequeña sastrería ubicada en el número 3 de la primera de aquellas calles, que con el tiempo fue sustituida por un local que tomó su nombre y se convirtió en los grandes almacenes que conocemos hoy. 

    Y un Madrid de cafés. Porque Madrid siempre fue de cafés; esos lugares de ocio, puntos de reunión en los que pasar las tardes de asueto. Cafés de grandes espejos, columnas, lámparas, mesas de mármol blanco con barra de hierro a los pies, diván y un gran reloj. Y en todos ellos, como parte del mismo mobiliario y de su decoración, un limpiabotas y un cerillero. Cerca de 300 cuentan las crónicas que existían en Madrid por aquellos años 50 del pasado siglo, cifra que incluye cafeterías, bares americanos y cervecerías en las que se reunían la feligresía de turno al calor de un café que lo mismo calentaba el estómago de poetas y escritores, siempre tan cortos de recursos —siempre, siempre pase el tiempo que pase—, como eternizaba charlas sobre los temas más variopintos. Nombres que ya forman parte de la historia de la ciudad como el Café Barceló, el Café Levante, el Manila o La Manila, sin olvidar el Café Castilla, reconocido por su galería de caricaturas y sus tertulias literarias. 

Café Castilla (Archivo Ragel)

    Sin embargo, ese Madrid trocaba en distinto una vez rebasada la antigua Plaza de Atocha, bautizada después de la guerra con el nombre de uno de sus vecinos más insignes —el emperador Carlos V—. Cambios que se podían palpar enfilando el Paseo de las Delicias. No era como Sol, desde luego, sino que aquí se instalaron las empresas del llamado sector secundario. Nombres ya míticos como los de Boetticher y Navarro, Schneider, La Comercial de Hierros, la Standard Eléctrica o El Águila, adheridos a la piel de la calle Méndez Álvaro y de aquel paseo. Zona que aún frecuentaban oficios que la misma modernidad se llevó por delante como las aguadoras que vendían agua en botijos, pipas o altramuces; los afiladores de cuchillos —«Llama a mi puerta, te he de dar / siete cuchillos que afilar, siete pretextos para hablar / pan de centeno y un hogar», cantaba de ellos Mocedades— que se anunciaban con el tañido de una ocarina; los paragüeros-lañadores que restauraban cacharros de metal; mieleros que vendían miel de la Alcarria, chatarreros, traperos/basureros y colchoneros —sin segundas. Que uno es muy, pero que muy del Atleti—… Un tiempo en el que ciertos vendedores vendían novelas por fascículos, mensuales o semanales, con títulos tan sugerentes como La cieguita, Ángeles del Arroyo o Genoveva de Brabante, por mencionar algunos. 

    En fin, en aquel Madrid de los años 50 del pasado siglo sus tripas rugían de hambre de verdad en sus suburbios. Aluviones que acogían a los que huían de la miseria de sus pueblos para acabar recogiendo las migas de una incipiente y engañosa prosperidad. Miseria, por citar un ejemplo, que limitaban las calles Fernando Poo, Cáceres y Jaime el Conquistador, conteniendo una miseria en la que nadaban no menos de 5 000 personas en el poblado de chabolas más grande de Madrid capital —algo más de 1 000 chabolas en un terreno que ocupaba cerca de 1 000 hectáreas—, el conocido como poblado de Jaime el Conquistador. Un arrabal de chapa, chabolas e infraviviendas que rezumaba tanta vida como miseria; donde Pepe Blanco alimentaba esperanzas con un cocidito madrileño —“no me hable usté / de los banquetes que hubo en Roma / ni del menú del hotel Plaza en New York”— que era una quimera para muchos de sus moradores. 

Poblado de Jaime el Conquistador

    Apenas queda más constancia de aquel poblado que las calles que lo delimitan, pero basta con pasear por ellas o coger un plano y escrutarlo con calma, para cerciorarse de la magnitud que debía de tener aquel mar de miseria a escasos kilómetros de la Puerta del Sol. Cosas de la modernidad, de esa España que empezaba a amanecer —lo llevaba haciendo desde 1939, nada más terminar la guerra—, que borraba rastros de lo que era y no quería ser. Ese Madrid con alma, el alma de sus barrios. 

 

©Víctor Fernández Correas
 
 

9 de diciembre de 2020

Entrevista a Juan Carlos Pérez de la Fuente, Director Artístico del Año Galdós de la CAM. Por Javier Velasco Oliaga


 

 

 

 

 JUAN CARLOS PÉREZ DE LA FUENTE

 

    En estos tiempos lánguidos, donde los teatros no pueden llenar su aforo por las restricciones sanitarias, hay personas que siguen luchando para que los teatros no se vacíen del todo y que la cultura teatral siga resistiendo a esos miserables virus que quieren que nos quedemos encerrados en nuestras casas. Juan Carlos Pérez de la Fuente es una de esas personas que resiste las inclemencias de este tiempo con el mejor ánimo. Charlamos con él para que nos cuente todo las actividades que ha preparado sobre don Benito, sólo don Benito, para este año. 

 

 "Leer a Galdós no es sólo conocer a Galdós sino a nosotros mismos"

 

    El dramaturgo talamanques es una persona que vive por y para el teatro. Sin embargo, comenzó a trabajar como ascensorista en el Banco de España a los 15 años de edad. En los ratos libres, entre piso y piso, sacaba de su bolsillo trasero de su pantalón de botones un libro de Stanislavsky y se empapaba de su método ante el asombro de esos banqueros, ¿usureros? que andaban por los salones de tan rancia institución como el ínclito Mariano Rubio. 

    La carrera de Pérez de la Fuente ha sido asombrosa en todos sus términos, director del Centro Dramático Nacional, del Teatro Español, del María Guerrero y podría seguir. Ya con 35 años le denominaban veterano director, ahora con 61 le podemos llamar joven director porque sigue manteniendo las ganas y la ilusión de aquellos años juveniles. Desde su puesto como Director Artístico del Año Galdós en la Comunidad de Madrid (CAM) ha preparado varios espectáculos en los Teatros del Canal y una exposición que abrirá próximamente sus puertas denominada “El sastre de Galdós”. 

    Juan Carlos Pérez de la Fuente nos cuenta sabrosas anécdotas del escritor canario que desarrolló gran parte de su carrera en Madrid y nos anticipa todo lo que tiene previsto la CAM para el año del Galdós que, supongo, por la pandemia, deberá prolongarse hasta bien entrado el año que viene. “Cuando don Benito Pérez Galdós llegó a Madrid procedente de las islas Afortunadas tenía 21 años y quería estudiar Derecho, cosa que no le gustaba lo más mínimo por lo que se buscó un trabajo como periodista en el diario “La Nación”, donde ejercía de crítico musical del Teatro Real. Galdós se planteaba en aquellos años: ¿Qué es la música? ¿Dónde hay que buscar la música y el sonido de la vida? Galdós encontraba la solución en las calles de Madrid, tanto para sus artículos como para sus novelas. Pero esa música, Galdós la escuchaba en un ruido típico de la capital de aquellos años: hay un extraño sonido que lo inunda todo, el sonido seco del martillo al golpear en el clavo al construir los ataúdes”. Cuenta de manera torrencial el dramaturgo madrileño. 

    Aquellos eran los años del cólera, 1862 y posteriores, cerca de 800.000 personas morirían por tan cruel enfermedad. Galdós supo retratar ese Madrid enfermo. “Nadie mejor que Galdós conoce esto de la pandemia, ya entonces abogaba por el uso de la mascarilla quirúrgica”, nos recuerda Pérez de la Fuente. Hay muchas facetas de Galdós que no se conocen. En su tiempo, era aborrecido por las gentes de derecha, por su anticlericalismo furibundo, y en la actualidad, es aborrecido por la izquierda. 

    Por eso, hay que leer a Galdós: “leer a Galdós no es sólo conocer a Galdós sino a nosotros mismos. Su teatro es un diálogo hacia el presente. Mi labor ha sido adaptar sus textos a la realidad actual”, señala el dramaturgo. “Galdós, además de anticlerical, fue un ferviente amante de los animales y antitaurino de pro. “En cierta ocasión, yendo a una finca de Toledo de unos amigos, se encontró con una oveja negra. Esas ovejas no tienen ningún valor porque su lana no se puede teñir y por eso se sacrifican. Galdós se enamoró de la oveja y se la quiso llevar a su casa de Hilarión Eslava. Allí convivió varios años con ella e incluso Gregorio Marañón le ayudó a su manutención cuando Galdós perdió su fortuna. Cuando el doctor le comunicó el óbito del animal a Galdós, no pudo reprimir que las lágrimas”, recuerda el Pérez de la Fuente. 

    Ese anticlericalismo galdosiano tiene su más fiel reflejo en su obra “Electra”, estrenada el 30 de enero de 1901. El éxito de su estreno fue apoteósico y cuentan las crónicas que fue llevado a hombros, como si de un torero se tratase, precisamente él que era tan antitaurino, hasta su domicilio. Ese anticlericalismo le costó ganar el premio Nobel en dos ocasiones. En 1912 su rival fue Marcelino Menéndez Pelayo y la academia sueca, debido a la polémica, decidió dejar sin Nobel a ambos escritores. En 1915, la Iglesia Católica española también medró para que le dejasen sin premio y en esa ocasión fue el poeta y escritor indio Rabindranath Tagore el que se hizo con el galardón literario más importante del mundo.. 

    Otro estamento que odiaba era el de los banqueros versus usureros. Escribió su tetralogía de Torquemada entre 1889 y 1945. Quizá fueron sus mejores libros y, desafortunadamente, muy poco conocidos. Juan Carlos Pérez de la Fuente tiene previsto estrenar la obra “Torquemada” el 18 de diciembre, sobre un texto de Ignacio García May. Una obra fundamental para entender el poder que tiene la banca en nuestro país. “Son los grandes triunfadores de la crisis. Galdós reflejó a la perfección ese mundo y ya planteó hacia donde iba a ir ese estamento en el fututo. Lo que vivimos es un calco de lo que él anticipo. Su personaje Torquemada era uno de los avaros más grande del mundo”, afirma el director. 

    El responsable del Año Galdós de la CAM había preparado diversas acciones ingeniosas, como representar varias microescenas de las obras de Galdós en el Metro madrileño, desgraciadamente la pandemia ha impedido llevarlas a cabo. Esperamos que sólo sea un retraso y se puedan llevar a cabo en un futuro próximo. Lo que sí abrirá sus puertas será la exposición “El sastre de Galdós (Galdós y Cornejo en su centenario)”, contará de cinco espacios donde estarán representados el despacho de Galdós, su taller, su camerino teatral, un escenario de sus obras y el camión para su traslado. 

    La idea de realizar actividades en el Metro es maravillosa y entronca directamente con el espíritu de Galdós. “Fue el escritor de la calle. El se inspiraba en la calle por lo que si hubiese vivido en la actualidad, seguro que escribiría del Metro”, apunta el dramaturgo de la bella localidad madrileña de Talamanca del Jarama y agrega “conocía a nuestro pueblo mejor que nadie”. 

    “El teatro sólo existe cuando se va a él” 

    “La situación del Teatro es muy compleja y está en una situación gravísima. Sólo existe cuando se va al teatro. Ver las salas medio vacías por las restricciones sanitarias es penoso. La cultura es y será absolutamente necesaria, pero por desgracia no les interesa a nuestro políticos”, sostiene cargado de razón. España no puede ser sólo un país turístico de playa cuando tenemos una de las culturas más ricas del mundo, además es España ha sido una potencia teatral desde los tiempos de Lope de Vega. “Por aplicar un símil muy actual, podríamos decir que el teatro es la sala de urgencias del hospital de la cultura. No hay nada más inmediato”, sentencia. 

    Recordemos que Miguel de Cervantes siempre quiso triunfar como dramaturgo. Prefería sus obras teatrales a las novelas y siempre sintió celos por el éxito de Lope y ¡por sus ganancias! Desgraciadamente sus entremeses no tuvieron mucho éxito en las representaciones, es ahora cuando se están entendiendo mejor y representando en diferentes teatros, Nueva York incluido. 

    Juan Carlos lo conoce bien porque ha dirigido obras en corrales de comedia como Almagro o Alcalá de Henares y en teatros de la solera del Español o el María Guerrero, eso sin contar a teatros romanos como los de Mérida o Sagunto. “Tanto lo políticos como la gente de la cultura nos creemos que todo es mejor que lo nuestro, cuando esto no es así”, remacha. 

    “Algo tenemos en el ADN los españoles que, probablemente, desde el 1898 hemos perdido el norte y nuestra confianza en nosotros mismo. Tenemos un espíritu muy cainita. Nos devoramos entre nosotros”, analiza el dramaturgo madrileño. Cree que los políticos tienen mucha culpa. “La democracia hay que inventarla todos los días”, subraya Pérez de la Fuente. 

    Si hay una iglesia madrileña donde se puede sentir el teatro esa es la Parroquia de San Sebastián, “fue la primer iglesia bombardeada durante la guerra civil”, nos recuerda el dramaturgo. Allí se encuentra la imagen de Nuestra Señora de la Novena, patrona de la profesión. Y allí se debería de encontrar la tumba de Lope de Vega, pero se perdió en una posterior reforma y ahora no sabemos dónde se encuentra. La iglesia se encuentra situada entre las calles Atocha y Huertas y es lugar de peregrinación del gremio de los actores. Enfrente de la iglesia, en la calle del mismo nombre, se encontraba la Fonda de San Sebastián, lugar donde escritores como Nicolás Fernández de Moratín y José Cadalso mantenían una famosa tertulia con dramaturgos de la talle de Luis Francisco Comella o el italiano Pietro Napoli Signorelli. 

    El gremio de actores siempre fue maltratado. Hasta el siglo XVIII, los actores fueron vilipendiados y su profesión era considera infame desde el punto de vista legal. No podían ser enterrados en sagrado si no renunciaban a su profesión, tampoco podían ejercer determinados empleos y cargos. Fue el actor Isidoro Máiquez el mayor luchador por sus derechos. Sin embargo, no sería hasta 1841 cuando se creó la Sociedad de Socorros Mutuos de Actores Españoles que velaría por la vejez de los actores. 

    La Cofradía de Nuestra Señora de la Novena fue fundada en el año 1624, pero no sería hasta el 1767 cuando abriría las puertas el Hospital de Nuestra Señora de la Novena o del Silencio, conocido popularmente como el Hospital de Cómicos, que se mantuvo abierto hasta después de la guerra civil. La citada cofradía velaría por el bienestar de esos cómicos que con la edad ya no podían trabajar. En la actualidad es la asociación AISGE (Artistas Intérpretes, Sociedad de Gestión) la encargada de hacerlo. 

    No quiere terminar la conversación Juan Carlos Pérez de la Fuente sin hacer constar el humor en la obra de Galdós. “Lo que estamos representando nos hará descubrir que el humor en el escritor canario es muy importante. No es sólo ese señor aburrido al que las malas lenguas denominaron don Benito el Garbancero. Es verdad que dilapido su fortuna porque le gustaba vivir bien, pero su sentido del humor se puede apreciar en muchas de sus obras”, concluye el director teatral galardonado con la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes. 

 


 

 

 

Javier Velasco Oliaga

 

 

Madrid visto por "Los ojos de Galdós"

Por Carolina Molina

    Recrear un tiempo pasado tiene mucho de labor investigadora pero también de esfuerzo memorístico. ¿Qué hay de verdad en ese pasado que no te hayas imaginado antes y, por fuerza, manipulado en tu mente? Difícil es extrapolar esa fantasía innata del escritor para recrear una Historia. Nadie advertirá si la verdad es una fantasía de la infancia porque tus fantasías son tuyas y de nadie más. 
 
    El escritor impregna a sus historias parte de sus experiencias vitales, por eso el Madrid que aparece en mi novela, que comienza en 1890 y termina en 1920, treinta años de cambios sociales y políticos importantes, son el reflejo del espejo en donde me he mirado. Los años 70, 80 y 90 del siglo XX, son años también de cambios importantes en nuestra historia actual. 
 
    El Madrid que describo en la novela es el Madrid que he conocido desde mi infancia. Barrios que abarcan recorridos a pie como se hacía, la mayoría de las veces, en el s. XIX, sin metro o autobuses. El barrio de la Arganzuela que me vio nacer, limítrofe con el Retiro en donde paseaba y paseo, el Prado y Recoletos, el barrio de Argüelles, la Puerta del Sol…El antiguo Madrid y para mí el más bonito, combinación de vida artística (museos, monumentos), social (cafeterías emblemáticas, plazas), cultural (bibliotecas, teatros), lugares con vida propia que Galdós conoció a sus diecinueve años casi como yo lo hice, con curiosidad. 
 

    La novela Los ojos de Galdós comienza en un lugar reconocible para cualquier ciudadano de la capital: la plaza de Colón. En el número 2, tercera planta, vivió don Benito desde 1876 a 1894. Era una plaza amplia, aireada y en construcción. En el tiempo en que Galdós ocupó con su familia esa casa, que Emilia Pardo Bazán describió como “estudio”, se fue reestructurando el edificio de la Biblioteca Nacional, se reorganizaría el contorno de la plaza para dar cabida al monumento de Colón frente a la Casa de la Moneda y poco a poco todo el espacio se convertiría en un lugar emblemático que no dejaría de sufrir cambios hasta que en los años 70 del siglo XX la citada Casa de la Moneda desapareciera para dar paso a los Jardines del Descubrimiento y la estatua del descubridor fuera viajando de acera en acera hasta acabar donde hoy está. 
 
    En el hogar de los Pérez Galdós ahora encontramos los famosos “enchufes” de las Torres de Jerez o de Colón. Para desgracia de los nostálgicos, el Palacio de Medinaceli, que lucía glorioso enfrente de la casa del escritor, también fue demolido y hoy se encuentra un casino y el Museo de Cera, en donde las figuras parecen haberse vengado de tantas demoliciones sin sentido haciéndose irreconocibles a los visitantes. 
 
    Próxima a esta plaza discurre la calle Serrano, que Galdós conocía bien. Por esta vía de amplias dimensiones circularían los primeros tranvías de Madrid, novedosos vehículos que durante un tiempo coincidieron con carros, ómnibus y simones y que vemos en las pintorescas fotos de finales de siglo. El propio Galdós escribió el cuento “La novela en el tranvía” ambientada en un viaje desde el barrio de Salamanca al barrio de Pozas (hoy Argüelles). 
 
Los primeros tranvías se denominaban “de sangre” por ser tirados por animales hasta que finalmente se dio paso a una maquinaria elemental pero más moderna. En la primera década del siglo XX circulaban por las calles madrileñas diversos tranvías, cerrados y abiertos, de color amarillo, gris o rojo, lo que incentivaba la imaginación chulesca. Algunos fueron apodados “canarios” y “cangrejos”. 
Recuerdo que mi abuelo, nacido en 1899 y por lo tanto un adolescente en los años veinte, se reía de las picardías de sus amigos, que iban a ver a las mujeres subirse a los tranvías con el propósito de contemplar sus tobillos cuando se levantaban la falda. Ahora nos parece de lo más ingenuo pero hay que recordar que en esos tiempos si una mujer vestía con pantalones la insultaban o apedreaban en plena calle. El 23 de febrero de 1911 el periódico La Vanguardia anunciaba que unas señoritas pararon el tráfico en la Carrera de San Jerónimo por lucir la novedosa falda-pantalón. 
 

    Sucesos así se repitieron a lo largo de los años y Carmen de Burgos, Colombine, personaje de mi novela, tuvo mucho que ver en el proceso de aceptación de esta prenda por parte de los hombres y de las propias mujeres, que muchas veces la rechazaron incluso más. 
 
 
LA PLAZA DE SANTA ANA 
Otra de las plazas que tiene protagonismo propio en Los ojos de Galdós es la plaza de Santa Ana, donde se levanta desde hace siglos el teatro más representativo de nuestra ciudad, primeramente llamado Corral del Príncipe hasta convertirse en el Teatro Español. 
 
Lógico es que frente a él luzca la estatua de Federico García Lorca cuyos estrenos honraron a este teatro, pero no debemos olvidarnos del estreno más apoteósico del que se tiene noticia en Madrid y me atrevería a decir que en toda España. Fue el estreno, el 30 de enero de 1901, de la obra teatral Electra que llevó a Galdós al Olimpo de los Dioses pero también lo crucificó como escritor maldito. Para entender lo que sucedió en ese estreno deberíamos remontarnos a muchos meses antes, comprender que la situación española que se vivía en ese comienzo de siglo XX era de gran crispación: crisis del 98 en todos sus ámbitos políticos, militares y sociales; hambre y desempleo; enfrentamiento entre los monárquicos y republicanos ante la inminente boda de la hermana del rey Alfonso XIII que (aunque no sucedió) podría haber reinado y se casaba con el descendiente de un carlista. Por último, el famoso caso Ubao copaba el interés periodístico. Una muchacha de buena familia que quería meterse monja y su madre sospechaba que podía estar manipulada por los jesuitas. La bomba estaba servida y explotó en el estreno de Electra. Los periódicos se hicieron eco del éxito de la obra y fue representada en toda España. 
 

 
    Su libreto tuvo una tirada de diez mil ejemplares tan solo cinco días después del estreno. Agotado, al mes siguiente se hacen reimpresiones de cinco mil, quince mil y cuatro mil ejemplares. Un auténtico “best seller”. También se asocia a su éxito la creación del primer “merchandising” pues se vendieron productos “electras” por todas partes: cigarros, dulces, estilográficas… 
 

 
    Hoy, al pasar por delante del Teatro Español nadie imagina que allí se vivió algo impensable en la historia de nuestros escenarios. Los antigaldosianos hicieron muy bien su trabajo y consiguieron dejar en el olvido un hecho trascendental como aquel. En mi infancia y juventud transité muchas veces por esta plaza, a la que tenía cierto respeto por tener que cruzarla para ir al médico, pero con el tiempo se convirtió en un lugar de libertad, repleto de casetas de artesanos, los llamados “hippies”, que vendían collares y pulseras de cuero por la mañana mientras por las tardes el lugar acogía la llegada de un público más intelectual deseoso de ver a los actores que interpretarían la obra del momento. A muchos de ellos entrevisté en los camerinos para una revista de cine y teatro en los tiempos de Facultad sin sospechar que por esas escaleras subió en algún momento don Benito. 
 
 
EL PRADO Y RECOLETOS 
    Solía ir con mi abuelo al Retiro y luego bajar por el Prado siempre de la misma manera: manteniendo el equilibrio sobre el borde de la acera sin caerme. Mi abuelo, con una paciencia infinita, consentía mis caprichos. Antes o después pasábamos también por la llamada “Feria de Libros”, las casetas de la Cuesta de Moyano y con mis ahorrillos compraba algún libro, que todavía conservo. El Retiro, planea en mi novela comenzando y terminando, formando un círculo. Era de esperar, los madrileños lo recorremos de uno a otro lado, entramos por una puerta y salimos por otra, como quien entra en una ciudad ideal y apartada del mundanal ruido. Es allí donde la estatua sedante de don Benito permanece desde 1919. Nos acercamos y le saludamos como si aún viviera y hasta parece que Victorio Macho, su escultor, le hubiera impregnado un aurea mágica, pues no parece improbable que la piedra se haga humana y nos devuelva el saludo. 
 
 
    Hay quien desea cambiar esa escultura de sitio y dejarla a la vista de todos los madrileños, pero Galdós estuvo allí, en la inauguración del monumento. Sus pies pisaron la tierra que hay en el Retiro y ya es parte de este parque, como los árboles centenarios. 
 
   
Todo el entorno del paseo del Prado y de Recoletos, permanece en una burbuja del tiempo. Siempre he recordado estos dos paseos que se enlazan por la llamada popularmente Plaza de Neptuno (Plaza de Cánovas del Castillo) exactamente igual. No fue así durante el siglo XIX, cuya transformación es consecuencia de la modernización que atravesaba Madrid. 

Si en 1832 llegaba el alumbrado con gas, el 30 de enero de 1852 se realizan las primeras pruebas de electricidad que llegarían poco a poco a las calles más céntricas. Estas farolas del paseo del Prado, con su corona real y fecha de 1832, fueron de las primeras en sufrir el cambio de gas a electricidad. En el bulevar también destacan los candelabros, junto a los que paseamos sin advertir su antigüedad. 
 
    Este entorno es especialmente importante para el desarrollo de Los ojos de Galdós porque la protagonista vive cercana a la Fuente de Neptuno, entorno hoy de hoteles que también tienen su anécdota. 
 
 
LOS GRANDES HOTELES DE MADRID 
    Se acercaba el año 1910 y Madrid iba a sufrir agradables lavados de cara. Alfonso XIII traía la modernidad a un país desgastado por las desigualdades sociales, la inminente guerra con Marruecos y el pesimismo noventayochesco. Madrid, que era más pueblo grande que ciudad, debía dar el salto a Europa. 
 
    Además de la cercana inauguración de la Gran Vía, que el propio Alfonso inició con el acto simbólico de un piquetazo en la fachada de una casa, se empeñó el monarca en dotar a la villa de una infraestructura turística innovadora. Eran los tiempos en que solo unos pocos viajaban pero los que lo hacían tenían suficiente dinero para activar la economía y esto lo vio claro este rey, de talante liberal y hasta libertino. 
 
   
La Historia nos dice que el primer hotel de carácter moderno que se levantó en España fue el Hotel Ritz de Madrid, pero no fue así. Alfonso XIII, que tenía por amigo al duque de San Pedro Galatino, tuvo conversaciones con él para construir un hotel lujoso al estilo de los Ritz de Londres y París. 
 
    Julio Quesada, el duque, madrileño de nacimiento y granadino de adopción, era un personaje como hay pocos, de mente abierta y precursor del turismo en Sierra Nevada. Construyó en el recinto exterior de la Alhambra, junto a las ruinas de Torres Bermejas, un hotel imponente, de aire romántico orientalista, que hacía guiños a la Torre del Oro y las murallas de Ávila. Todo valía para ese duque que contrató a los mejores arquitectos de la zona. Además del equipamiento moderno que ofrecía, el hotel contaba con una ubicación excepcional, una balconada panorámica que abarcaba el paisaje de Sierra Nevada y el barrio del Realejo, visual imposible de conseguir en una ciudad como Madrid. 
 
    El Alhambra Palace se inauguró por el propio Alfonso XIII en Granada el 1 de enero de 1910. Habrían de pasar diez meses para que en Madrid abriera sus puertas el Hotel Ritz, concretamente, el 2 de octubre. Al día siguiente El País publicaba esta noticia: 
“Con gran solemnidad se verificó anoche la inauguración del nuevo Hotel Ritz, soberbio edificio construido en el Salón del Prado (plaza de Cánovas), con fachadas a la plaza de la Lealtad (por donde tiene la entrada principal) y calle de Felipe IV, constituyendo uno de los mayores aciertos la elección del sitio en que el Hotel se halla emplazado, no sólo por su proximidad a la Bolsa, el Banco, el Congreso de los Diputados, etc., y, sobre todo, a nuestro incomparable Museo del Prado, sino además por la amplitud y belleza de aquella parte de Madrid, verdadero centro de la capital. Este Hotel ha sido construido y equipado con arreglo al sistema Ritz, sistema empleado en los Hoteles Ritz, de París y Londres; Cartlon, de Londres; Gran Hotel de Roma, y otros de Berlín, Hamburgo y Nueva York, siendo, por tanto, un hotel análogo a los que tanta fama gozan en el extranjero, representando su instalación un verdadero adelanto y una positiva ventaja, no sólo para la Corte, sino para España en general, por los beneficios que a todo el país habrá de reportar la mayor afluencia de extranjeros, que es de esperar habrá de notarse en lo sucesivo”. 
     
    Contaba el hotel con nueve pisos y ocupaba una extensión de 30.000 pies cuadrados, red eléctrica, cien cuartos de baño, teléfonos en cada piso, peluquería, calefacción y automóviles para viajeros y equipajes. Además tenía un jardín de invierno, preciosamente amueblado, que ocupaba casi todo el centro de la planta baja; una amplia Sala de Fiestas, destinada a bailes o recepciones y que se alquilaba con servicio completo, más la terraza del jardín exterior situado en la plaza de Cánovas, en la que se servirían comidas y tés al aire libre. 
 
 
 
    Dos años después se inauguró prácticamente enfrente de este, solo separado por la famosa fuente de Neptuno, el hotel Palace. Tuvo menos repercusión mediática, quizás, también porque coincidió con la celebración del 12 de octubre. 
 


 
MUERTE Y CAOS EN MADRID 
    En 1906, las calles madrileñas pasaron del festejo al terror en cuestión de minutos. Era el 31 de mayo y se iba a celebrar la boda del rey Alfonso XIII con la inglesa Victoria Eugenia de Battenberg y tal unión resonaba en los oídos de los madrileños a modernidad y europeísmo. Nadie podía imaginar que tras el paso de la comitiva real, tras la ceremonia, fuera a explotar una bomba que causara un gran número de muertos y heridos. 
 
    Los días previos al evento, Madrid, se preparaba para agasajar a los reyes. Se preparaban los balcones con banderas y mantones para dar colorismo, se reorganizó la circulación de tranvías y vehículos cortando calles y se advertía a los ciudadanos de las posibles incidencias, como la pérdida de objetos o de niños alentando a la prudencia. 
 
    Los cafés de la zona centro hicieron su agosto. Todo se vaticinaba de lo más agradable hasta que al pasar el coche de los reyes por la calle Mayor, a la altura del actual número 84, alguien tiró un ramo de flores desde un balcón. Este rebotó en el tendido eléctrico del tranvía y se desplazó hacia los asistentes que, ilusionados, veían pasar a sus reyes. El ramo contenía una bomba Orsini y explotó causando un espantoso cuadro: miembros amputados, caballos moribundos con sus vísceras expuestas y salpicones de sangre en los escaparates de los comercios. 
 
 
    El caos se apoderó de Madrid pero pronto se comenzó la búsqueda del autor del atentado. Al día siguiente ya publicaban los periódicos que habían encontrado al anarquista, aunque no sería hasta unos días después cuando detuvieron a Mateo Morral que tras zafarse de la autoridad pegando tiros, se suicidó. 
 
    El cadáver de Morral fue fotografiado y su imagen convertida en escarnio público. Los reyes siguieron realizando sus salidas, sin escoltas, ofreciendo una imagen real valiente y muy flemática, que causó impacto entre los madrileños. 
 
    No sería el único atentado que sufrió Alfonso XIII pero sí el más recordado. 
 
    Imposible resumir los lugares madrileños de Los ojos de Galdós: la Puerta del Sol, el barrio de Argüelles, la plaza de Cibeles, el barrio de Lavapiés…todos ellos ya forman parte de la vida y obra de don Benito, el autor que mejor supo entender y describir a los madrileños. 
 
 
 

Carolina Molina
 

 

8 de diciembre de 2020

Estampas y recovecos madrileños en las obras de la Generación del 98 (Parte II)

Por Javier Velasco Oliaga 

 

    He dejado para el final a los tres integrantes de la generación que fueron el núcleo central de la misma. Baroja, Azorín y Maeztu. Los tres fueron grandes amigos durante muchos años pero la vida y las discusiones de café les fueron separando. El donostiarra Pío Baroja y Nessi nació el día de los Santos Inocentes de 1872, hermano del escritor y pintor Ricardo Baroja, ambos formaron parte de esta increíble generación de escritores. Desde joven estuvo relacionado con el periodismo y los negocios de imprenta. Carmen, hermana de Pío, se casó con el futuro editor de su hermano, Rafael Caro Raggio. En sus Memorias, don Pío aventura una posible etimología del apellido, según la cual «Baroja» sería una aféresis de ibar hotza, que en euskera significa 'valle frío' o 'río frío'. Aunque también podría tratarse de una contracción del apellido castellano Bar(barr)oja. 

 

    Pío Baroja estudio el bachillerato en el Instituto San Isidro y medicina en el colegio de Cirugía de San Carlos, durante ese periodo vivió en la calle Atocha y fue cuando comenzó a asistir a las tertulias de los cafés con escritores, al lado de su amigo Carlos Venero. Como estudiante de medicina no destacó y pronto comenzó a escribir relatos y a esbozar sus futuras novelas: “Camino de perfección” y las aventuras de Silvestre Paradox. 

    Tras una breve experiencia como médico en Valencia y en Cestona, como médico rural, regresa a la ya bulliciosa Madrid a trabajar con su hermano Ricardo en la panadería que dirigía, Viena Capellanes. Pío se hizo con la dirección del la tahona que estaba muy cercana al monasterio de las Descalzas Reales de la plaza del Celenque. “Es un escritor con mucha miga”, le solía decir el poeta Rubén Darío. A lo cual le respondía el escritor: «También Darío es escritor de mucha pluma: se nota que es indio». Durante el tiempo que dirigió la panadería conoció a los personajes que poblarían sus novelas más madrileñas: Silvestre Paradox y la trilogía “La lucha por la vida”. 

    El periplo de Baroja por Europa y España se extendió también a la misma ciudad de Madrid donde residió largos años; de sus impresiones quedan abundantes reflejos en toda su obra, pero sobre todo en la trilogía “La lucha por la vida”, un ancho fresco de los ambientes humildes y marginales de la capital. Fue, de hecho, una especie de segundo Galdós por su conocimiento de los rincones más recónditos de la capital de España, aunque, a diferencia del narrador canario, Baroja no experimenta complacencia o complicidad con aquello que refleja, sino que critica con acritud cuando tiene que hacerlo y solo a duras penas muestra su lirismo, tan intenso como escaso. Entre sus compañeros de paseo “desgastaaceras” (así se llamaban) fue el más frecuente Valle-Inclán, el mayor de sus amigos de entonces, Azorín, no le gustaba pasear. Las paradas en los bajos del café Fornos de la calle Alcalá eran frecuentes, al igual que en el Lyon d´Or. A sus tertulias solían ir los escritores y actores de teatro de la época. 

    En 1902 se establece la familia en la casa de la calle Juan Álvarez Mendizábal del novísimo barrio de Argüelles. La casa era un antiguo hotelito que necesitaba numerosas reformas y allí estuvieron viviendo hasta que falleció el padre en 1912 y se casó su hermana Carmen. La casa estaba llena de gatos, a los que era muy aficionada la madre. Desde 1912 los veranos los pasaban en Vera de Bidasoa, después de comprar la casona. 

    Como bibliófilo aficionado solía frecuentar librerías de viejo, sobre todo los de la cuesta de Moyano, anteriormente lo había sido de los bouquinistes a la orilla del Sena en París. Fue acumulando Baroja una biblioteca especializada en ocultismo, brujería e historia del siglo XIX que luego continuaría su sobrino Pío Caro Baroja y que fue instalando en un viejo caserío del siglo XVII que compró en Vera de Bidasoa y restauró paulatinamente y con gran gusto, convirtiéndolo en el famoso caserío de «Itzea», donde pasaba los veranos con su familia. 

    Aventuras, inventos y mistificaciones de Silvestre Paradox”, se publicó en 1901 y fue la primera obra madrileña de Pío Baroja. Es esta la historia de un “raro”; su modelo real combinaría rasgos del escritor Silverio Lanza, del que fue compañero en la revista “Arte joven”, y los propios hermanos Baroja. El protagonista de la novela vivió su infancia en el barrio de Chamberí, antes de que se incorporara a Madrid. Después se marcha a un breve periplo por Europa, volviéndose a instalar en la capital, en esta ocasión en una buhardilla de la calle Tudescos. En esa novela, Baroja parece querer anticiparnos los posibles escenarios de marginalidad de su trilogía madrileña: 

“Le llevó a ver el Mesón de la Cuerda, no el auténtico, perdido ya en la noche de la historia, sino otro, en el cual algunos barrenderos dormían de píe, apoyados en una soga que cruzaba el cuarto; le enseño el Palacio de Cristal de la Montaña de Príncipe Pío y visitaron juntos la taberna de los Valientes… En una taberna de la calle Embajadores le indicó su secretario a Paradox algunas de los más ilustres escaladores de Madrid”. 

    En la novela nos sigue describiendo el puente de Toledo con sus lavanderas, la Fábrica del Gas, San Francisco el Grande y las Vistillas, el Palacio Real, -tan blanco como si estuviera hecho de pastaflora- y los desmontes de la Moncloa. Pese a detenerse tanto en escenarios lumpen como selectos, Paradox opina que “el calumniado Madrid es uno de los pueblos más bonitos del mundo”. El último paseo de nuestro raro inventor de excentricidades no deja de ser un camino iniciático que nos llevará por la calle de la Luna, La Corredera, Pez, la calle Ancha, la Plaza de Santo Domingo, Campomanes, la plaza de Isabel II, la Puerta del Sol, la calle de Alcalá, la calle Mayor, la plaza Mayor, la calle Toledo, Arenal, las Descalzas, Capellanes y Preciados. Todos lugares por donde el aún joven Baroja paseó en innumerables ocasiones. 

    En la trilogía “La lucha por la vida”, los escenarios cambiaron. En la primera entrega llegó a colaborar Picasso en uno de los capítulos. El protagonista Manuel vivió en una casa de huéspedes de la calle Mesonero Romanos, antes del Olivo. Trabajó en la calle del Águila, que está encima de la Ronda de Segovia y se mueve por un Madrid suburbial, deteniéndose en el Paseo de Yeserías, en la Dehesa de la Arganzuela, en los paseos del Canal y de las Acacias o el Campillo de Gil Imón, hasta llegar a las corrales del arroyo de Embajadores. Va a las tabernas de la Blasa, el café cantante de la calle de Encomienda, el café de la Marina y conoce las castizas verbenas y kermesses que en agosto inundan los barrios más populares. También le lleva por el Paseo de la Florida y de los Melancólicos, por la Virgen del Puertos y hasta le hace asistir a una boda en la Bombilla. 

    Como hemos dicho, el protagonista de La busca es Manuel y continúa siéndolo en la siguiente novela “Mala hierba”, no así en “Aurora roja”. Pío Baroja supo reflejar el colorismo de los bajos fondo de manera muy atrayente. No cae, sin embargo, en el naturalismo literaturesco de Alejandro Sawa cuando, por ejemplo, en “Crimen legal” (1886) se recreaba en el feísmo de la pobreza; ni en el estilismo expresionista, posterior, de Gutiérrez Solana en las series de “Madrid, Escenas y costumbres”, señala el estudioso Manuel Lacarta en su libro “Madrid y sus Literaturas”. 

    El último libro donde se recrea Baroja en Madrid es en “Las noches del Buen Retiro”, publicado en 1933, nos encontramos ya con un Madrid de la alta burguesía que pasea por los Jardines del Madrid galante y por los cafés a los que asistió el escritor vasco con sus amigos. Se lleva a su protagonista, Thierry a un hotelito entre la glorieta de Quevedo y al Canal. Casas fuera de la ciudad que en ocasiones, la burguesía utilizaba como lugares de descanso donde pasar los fines de semana. Ramón y Cajal así lo hacía en otro hotelito cercano a la Cruz Roja de Cuatro Caminos. 

    Con Pío Baroja hemos recorrido tanto el Madrid galante de los cafés y de los teatros, como los arrabales más lumpen. Nos ha enseñado los barrios cercanos al Manzanares, compuestos de chabolas donde las lavanderas descansaban de su agotador trabajo. En todos los ambientes, el escritor vasco supo desenvolverse con eficacia y en sus novelas así lo constatamos, hasta tal punto que también don Pío fue un personaje de novela. 

 

    Otro escritor perteneciente al Grupo de los Tres fue José Martínez Ruiz, nacido en la levantina Monóvar, y más conocido como Azorín. Poco a poco su nombre fue apareciendo cada vez más en revistas y periódicos importantes: Revista Nueva; Juventud, donde firmaba con Baroja y Maeztu como grupo de los Tres; Arte Joven; El Globo; Alma Española; España; El Imparcial y ABC. Durante ese tiempo dio a la imprenta lo más conocido de su obra “La voluntad”, “Antonio Azorín” y “Las confesiones de un pequeño filósofo”. Por aquel tiempo era un joven radical de ideología parecida a Baroja o Valle. A partir de 1905 su pensamiento y su literatura se vuelven hacia el conservadurismo y comienza a apoyar a Antonio Maura o a Juan de la Cierva y Peñafiel. Entre 1907 y 1919 fue cinco veces diputado y subsecretario de Instrucción Pública. En 1924 fue elegido miembro de la Real Academia Española, uno de los pocos noventayochistas que lo fueron. 

    Como ensayista dedicó especial atención a dos temas: el paisaje español y la reinterpretación impresionista de las obras literarias clásicas. En los ensayos dedicados a la situación española se observa el mismo proceso evolutivo que marcó a toda la Generación del 98: si en sus primeras obras examina aspectos concretos de la realidad española y analiza los graves problemas de España, en “Castilla” (1912) su objetivo es profundizar en la tradición cultural española (reflexiones que surgen espontáneamente a partir de pequeñas observaciones del paisaje), además de incorporar un sentido del tiempo cíclico inspirado en Nietzsche. 

    Azorín no fue un escritor particularmente interesado por Madrid aunque sí publicó libros con temática madrileña. Su “Madrid. Guía sentimental” (1908) y “Madrid” (1941) trataron temas madrileños y paisajes de la ciudad. Ambos fueron recopilaciones de sus colaboraciones en Blanco y Negro. En estos libros trató los cafés de Madrid u otros lugares de especial relevancia para él como el Museo Romántico o La Puerta del Sol. Fue en el libro “Madrid” donde contó con más libertad en qué consistió la Generación del 98. Dedica capítulos a cada uno de los escritores que con él convivieron y, también, de políticos y personajes públicos como Sagasta, Maragall, Clarín, Castelar, Rosario Pino, Núñez de Arce, Menéndez Pelayo, la Pardo Bazán o el cardenal Romo. 

    Su “Madrid” nos sugiere un mundo más atemporal, casi de los Austrias. “El barrio de Segovia y el del Sacramento se hallan contiguos. Los dos son acaso lo que tienen más carácter arcaico en la ciudad. En los dos se ven callejuelas y plazoletas como en las viejas ciudades de provincias. Están allí la plazuela de la Cruz Verde y la de San Javier; las calles de Azotados, del Cordón, del Rollo, de Procuradores, de Tente Tieso. (…) La plazuela de San Javier es reducida, chiquita; su piso está en cuesta; se halla formada por el recodo de una callejuela. En lo alto, por encima de elevado tapial, asoma el follaje de una acacia”, escribe en “Doña Inés” (1925). Para ser una persona que no le gustaba pasear por el viejo Madrid no estaban nada mal sus descripciones. Después de la Guerra Civil, el escritor vivió casi recluido, como un cartujo, en la Calle de Zorrilla, 21. Casa en la que falleció en 1967. Fue el último representante de la generación del 98 que se nos fue. 

    Terminamos con el escritor vasco, de Vitoria, Ramiro de Maeztu y Whitney, el último componente del Grupo de los Tres. Fue un sólido ensayista, crítico literario y teórico político. En su juventud tuvo influencia nietzscheana y darwiniana, estuvo adscrito a posiciones liberales que fue cambiando hacia el conservadurismo más reaccionario, al igual que Azorín. Fue diputado por Guipúzcoa en la segunda legislatura de las Cortes republicanas. 

 

    Maeztu pasó parte de su juventud en París y en La Habana dedicado a oficios diversos hasta que se inició en el periodismo. Autodidacta y de ideas combativas, se trasladó a Madrid en 1897, un hecho decisivo en su vida literaria, ya que inició entonces una colaboración importante con distintos periódicos y revistas, como Germinal, El País (editado de 1887 a 1921), Vida Nueva o La España Moderna, entre otros, con una orientación socialista reformista. Empleó por esta época el pseudónimo «Rotuney». 

    En sus colaboraciones de prensa, agrupadas en buena parte en su libro “Hacia otra España”, examina las causas de la decadencia española, hace una crítica muy dura de la vida nacional y propone una renovación de estilo europeísta. Entre 1905 y 1919 residió en Londres, donde trabajó como corresponsal para La Correspondencia de España, Nuevo Mundo y Heraldo de Madrid. Viajó por Francia y Alemania y fue corresponsal de guerra durante la Primera Guerra Mundial en Italia entre 1914 y 1915. Fue académico de la lengua y vivió muy cerca de la Academia casi toda su vida en la calle Espalter, 13. 

    Al inicio de la Guerra Civil Española fue detenido por los milicianos republicanos. Tras haber sido encarcelado, en la madrileña cárcel de Ventas el 30 de julio de 1936, fue fusilado en el cementerio de Aravaca el 29 de octubre de 1936, víctima de una de las sacas (traslados y ejecuciones sumarias de presos) que ocurrieron durante la Guerra Civil. Al final de su vida le dieron un paseo, muy diferente a los que tanto le gustaban realizar con sus dos amigos del alma Baroja y Azorín. Sus principales obras fueron “Hacia otra España” (1899), “La crisis del humanismo” (1920) y “Defensa de la Hispanidad” (1934). 

    Si el desastre de 1898 unió a esta generación increíble de autores, otra guerra, la civil, finiquitó a la generación. 1936 fue un año dramático para estos escritores y para todo el país. Perdieron la vida ese año Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztú y Valle-Inclán y en 1939 la perdería Antonio Machado desmembrando a este grupo de manera definitiva. Los que quedaron como Manuel Machado, Pío Baroja o Azorín vivieron prácticamente recluidos –en un exilio interior- abundando en el dramatismo de unas vidas desechas por la guerra. ¡Qué lejos quedaban aquellos años de esplendor y vivencias estrafalarias que el cómico Luis Esteso supo ver de manera mordaz! 

Yo me río de Azorín, 
de Baroja y Valle-Inclán, 
Unamuno, pa mí plín. 
 
Pues tengo mi plan. 
 
Y diré a la faz del mundo 
Aunque al mundo así le pete: 
No me tiren alcachofas 
Porque vengo de Albacete. 

    Madrid perdió su mejor generación de escritores y aunque no hubiesen nacido en el foro siempre quisieron a una ciudad que les abrió los brazos y el corazón desde el primer momento. Ellos, se lo agradecieron escribiendo páginas memorables deformadas por esos espejos de feria de los que nos habló Valle, otras veces eran retratos fidedignos de una realidad dolorosa, como los que escribió Baroja. Todos tuvieron sus espejos o sus lentes con las que vieron desarrollarse una ciudad nueva que se fue abriendo alrededor de la Gran Vía. Algunos prefirieron abandonar este mundo para no asistir al derrumbe que las bombas de la guerra civil traerían, el resto no lo soportó y huyeron del mundanal ruido. Les quedó el silencio, como nosotros necesitamos ese silencio reparador que nos permite seguir leyendo sus obras por y para siempre. 

 

 
 
Javier Velasco Oliaga