Por Carolina Molina
Recrear un tiempo pasado tiene mucho de labor investigadora pero también de esfuerzo memorístico. ¿Qué hay de verdad en ese pasado que no te hayas imaginado antes y, por fuerza, manipulado en tu mente? Difícil es extrapolar esa fantasía innata del escritor para recrear una Historia. Nadie advertirá si la verdad es una fantasía de la infancia porque tus fantasías son tuyas y de nadie más.
El escritor impregna a sus historias parte de sus experiencias vitales, por eso el Madrid que aparece en mi novela, que comienza en 1890 y termina en 1920, treinta años de cambios sociales y políticos importantes, son el reflejo del espejo en donde me he mirado. Los años 70, 80 y 90 del siglo XX, son años también de cambios importantes en nuestra historia actual.
El Madrid que describo en la novela es el Madrid que he conocido desde mi infancia. Barrios que abarcan recorridos a pie como se hacía, la mayoría de las veces, en el s. XIX, sin metro o autobuses. El barrio de la Arganzuela que me vio nacer, limítrofe con el Retiro en donde paseaba y paseo, el Prado y Recoletos, el barrio de Argüelles, la Puerta del Sol…El antiguo Madrid y para mí el más bonito, combinación de vida artística (museos, monumentos), social (cafeterías emblemáticas, plazas), cultural (bibliotecas, teatros), lugares con vida propia que Galdós conoció a sus diecinueve años casi como yo lo hice, con curiosidad.
La novela Los ojos de Galdós comienza en un lugar reconocible para cualquier ciudadano de la capital: la plaza de Colón. En el número 2, tercera planta, vivió don Benito desde 1876 a 1894. Era una plaza amplia, aireada y en construcción. En el tiempo en que Galdós ocupó con su familia esa casa, que Emilia Pardo Bazán describió como “estudio”, se fue reestructurando el edificio de la Biblioteca Nacional, se reorganizaría el contorno de la plaza para dar cabida al monumento de Colón frente a la Casa de la Moneda y poco a poco todo el espacio se convertiría en un lugar emblemático que no dejaría de sufrir cambios hasta que en los años 70 del siglo XX la citada Casa de la Moneda desapareciera para dar paso a los Jardines del Descubrimiento y la estatua del descubridor fuera viajando de acera en acera hasta acabar donde hoy está.
En el hogar de los Pérez Galdós ahora encontramos los famosos “enchufes” de las Torres de Jerez o de Colón. Para desgracia de los nostálgicos, el Palacio de Medinaceli, que lucía glorioso enfrente de la casa del escritor, también fue demolido y hoy se encuentra un casino y el Museo de Cera, en donde las figuras parecen haberse vengado de tantas demoliciones sin sentido haciéndose irreconocibles a los visitantes.
Próxima a esta plaza discurre la calle Serrano, que Galdós conocía bien. Por esta vía de amplias dimensiones circularían los primeros tranvías de Madrid, novedosos vehículos que durante un tiempo coincidieron con carros, ómnibus y simones y que vemos en las pintorescas fotos de finales de siglo. El propio Galdós escribió el cuento “La novela en el tranvía” ambientada en un viaje desde el barrio de Salamanca al barrio de Pozas (hoy Argüelles).
Los primeros tranvías se denominaban “de sangre” por ser tirados por animales hasta que finalmente se dio paso a una maquinaria elemental pero más moderna. En la primera década del siglo XX circulaban por las calles madrileñas diversos tranvías, cerrados y abiertos, de color amarillo, gris o rojo, lo que incentivaba la imaginación chulesca. Algunos fueron apodados “canarios” y “cangrejos”.
Recuerdo que mi abuelo, nacido en 1899 y por lo tanto un adolescente en los años veinte, se reía de las picardías de sus amigos, que iban a ver a las mujeres subirse a los tranvías con el propósito de contemplar sus tobillos cuando se levantaban la falda. Ahora nos parece de lo más ingenuo pero hay que recordar que en esos tiempos si una mujer vestía con pantalones la insultaban o apedreaban en plena calle. El 23 de febrero de 1911 el periódico La Vanguardia anunciaba que unas señoritas pararon el tráfico en la Carrera de San Jerónimo por lucir la novedosa falda-pantalón.
Sucesos así se repitieron a lo largo de los años y Carmen de Burgos, Colombine, personaje de mi novela, tuvo mucho que ver en el proceso de aceptación de esta prenda por parte de los hombres y de las propias mujeres, que muchas veces la rechazaron incluso más.
LA PLAZA DE SANTA ANA
Otra de las plazas que tiene protagonismo propio en Los ojos de Galdós es la plaza de Santa Ana, donde se levanta desde hace siglos el teatro más representativo de nuestra ciudad, primeramente llamado Corral del Príncipe hasta convertirse en el Teatro Español.
Lógico es que frente a él luzca la estatua de Federico García Lorca cuyos estrenos honraron a este teatro, pero no debemos olvidarnos del estreno más apoteósico del que se tiene noticia en Madrid y me atrevería a decir que en toda España. Fue el estreno, el 30 de enero de 1901, de la obra teatral Electra que llevó a Galdós al Olimpo de los Dioses pero también lo crucificó como escritor maldito. Para entender lo que sucedió en ese estreno deberíamos remontarnos a muchos meses antes, comprender que la situación española que se vivía en ese comienzo de siglo XX era de gran crispación: crisis del 98 en todos sus ámbitos políticos, militares y sociales; hambre y desempleo; enfrentamiento entre los monárquicos y republicanos ante la inminente boda de la hermana del rey Alfonso XIII que (aunque no sucedió) podría haber reinado y se casaba con el descendiente de un carlista. Por último, el famoso caso Ubao copaba el interés periodístico. Una muchacha de buena familia que quería meterse monja y su madre sospechaba que podía estar manipulada por los jesuitas. La bomba estaba servida y explotó en el estreno de Electra. Los periódicos se hicieron eco del éxito de la obra y fue representada en toda España.
Su libreto tuvo una tirada de diez mil ejemplares tan solo cinco días después del estreno. Agotado, al mes siguiente se hacen reimpresiones de cinco mil, quince mil y cuatro mil ejemplares. Un auténtico “best seller”. También se asocia a su éxito la creación del primer “merchandising” pues se vendieron productos “electras” por todas partes: cigarros, dulces, estilográficas…
Hoy, al pasar por delante del Teatro Español nadie imagina que allí se vivió algo impensable en la historia de nuestros escenarios. Los antigaldosianos hicieron muy bien su trabajo y consiguieron dejar en el olvido un hecho trascendental como aquel. En mi infancia y juventud transité muchas veces por esta plaza, a la que tenía cierto respeto por tener que cruzarla para ir al médico, pero con el tiempo se convirtió en un lugar de libertad, repleto de casetas de artesanos, los llamados “hippies”, que vendían collares y pulseras de cuero por la mañana mientras por las tardes el lugar acogía la llegada de un público más intelectual deseoso de ver a los actores que interpretarían la obra del momento. A muchos de ellos entrevisté en los camerinos para una revista de cine y teatro en los tiempos de Facultad sin sospechar que por esas escaleras subió en algún momento don Benito.
EL PRADO Y RECOLETOS
Solía ir con mi abuelo al Retiro y luego bajar por el Prado siempre de la misma manera: manteniendo el equilibrio sobre el borde de la acera sin caerme. Mi abuelo, con una paciencia infinita, consentía mis caprichos. Antes o después pasábamos también por la llamada “Feria de Libros”, las casetas de la Cuesta de Moyano y con mis ahorrillos compraba algún libro, que todavía conservo. El Retiro, planea en mi novela comenzando y terminando, formando un círculo. Era de esperar, los madrileños lo recorremos de uno a otro lado, entramos por una puerta y salimos por otra, como quien entra en una ciudad ideal y apartada del mundanal ruido. Es allí donde la estatua sedante de don Benito permanece desde 1919. Nos acercamos y le saludamos como si aún viviera y hasta parece que Victorio Macho, su escultor, le hubiera impregnado un aurea mágica, pues no parece improbable que la piedra se haga humana y nos devuelva el saludo.
Hay quien desea cambiar esa escultura de sitio y dejarla a la vista de todos los madrileños, pero Galdós estuvo allí, en la inauguración del monumento. Sus pies pisaron la tierra que hay en el Retiro y ya es parte de este parque, como los árboles centenarios.
Todo el entorno del paseo del Prado y de Recoletos, permanece en una burbuja del tiempo. Siempre he recordado estos dos paseos que se enlazan por la llamada popularmente Plaza de Neptuno (Plaza de Cánovas del Castillo) exactamente igual. No fue así durante el siglo XIX, cuya transformación es consecuencia de la modernización que atravesaba Madrid.
Si en 1832 llegaba el alumbrado con gas, el 30 de enero de 1852 se realizan las primeras pruebas de electricidad que llegarían poco a poco a las calles más céntricas. Estas farolas del paseo del Prado, con su corona real y fecha de 1832, fueron de las primeras en sufrir el cambio de gas a electricidad. En el bulevar también destacan los candelabros, junto a los que paseamos sin advertir su antigüedad.
Este entorno es especialmente importante para el desarrollo de Los ojos de Galdós porque la protagonista vive cercana a la Fuente de Neptuno, entorno hoy de hoteles que también tienen su anécdota.
LOS GRANDES HOTELES DE MADRID
Se acercaba el año 1910 y Madrid iba a sufrir agradables lavados de cara. Alfonso XIII traía la modernidad a un país desgastado por las desigualdades sociales, la inminente guerra con Marruecos y el pesimismo noventayochesco. Madrid, que era más pueblo grande que ciudad, debía dar el salto a Europa.
Además de la cercana inauguración de la Gran Vía, que el propio Alfonso inició con el acto simbólico de un piquetazo en la fachada de una casa, se empeñó el monarca en dotar a la villa de una infraestructura turística innovadora. Eran los tiempos en que solo unos pocos viajaban pero los que lo hacían tenían suficiente dinero para activar la economía y esto lo vio claro este rey, de talante liberal y hasta libertino.
La Historia nos dice que el primer hotel de carácter moderno que se levantó en España fue el Hotel Ritz de Madrid, pero no fue así. Alfonso XIII, que tenía por amigo al duque de San Pedro Galatino, tuvo conversaciones con él para construir un hotel lujoso al estilo de los Ritz de Londres y París.
Julio Quesada, el duque, madrileño de nacimiento y granadino de adopción, era un personaje como hay pocos, de mente abierta y precursor del turismo en Sierra Nevada. Construyó en el recinto exterior de la Alhambra, junto a las ruinas de Torres Bermejas, un hotel imponente, de aire romántico orientalista, que hacía guiños a la Torre del Oro y las murallas de Ávila. Todo valía para ese duque que contrató a los mejores arquitectos de la zona. Además del equipamiento moderno que ofrecía, el hotel contaba con una ubicación excepcional, una balconada panorámica que abarcaba el paisaje de Sierra Nevada y el barrio del Realejo, visual imposible de conseguir en una ciudad como Madrid.
El Alhambra Palace se inauguró por el propio Alfonso XIII en Granada el 1 de enero de 1910. Habrían de pasar diez meses para que en Madrid abriera sus puertas el Hotel Ritz, concretamente, el 2 de octubre. Al día siguiente El País publicaba esta noticia:
“Con gran solemnidad se verificó anoche la inauguración del nuevo Hotel Ritz, soberbio edificio construido en el Salón del Prado (plaza de Cánovas), con fachadas a la plaza de la Lealtad (por donde tiene la entrada principal) y calle de Felipe IV, constituyendo uno de los mayores aciertos la elección del sitio en que el Hotel se halla emplazado, no sólo por su proximidad a la Bolsa, el Banco, el Congreso de los Diputados, etc., y, sobre todo, a nuestro incomparable Museo del Prado, sino además por la amplitud y belleza de aquella parte de Madrid, verdadero centro de la capital. Este Hotel ha sido construido y equipado con arreglo al sistema Ritz, sistema empleado en los Hoteles Ritz, de París y Londres; Cartlon, de Londres; Gran Hotel de Roma, y otros de Berlín, Hamburgo y Nueva York, siendo, por tanto, un hotel análogo a los que tanta fama gozan en el extranjero, representando su instalación un verdadero adelanto y una positiva ventaja, no sólo para la Corte, sino para España en general, por los beneficios que a todo el país habrá de reportar la mayor afluencia de extranjeros, que es de esperar habrá de notarse en lo sucesivo”.
Contaba el hotel con nueve pisos y ocupaba una extensión de 30.000 pies cuadrados, red eléctrica, cien cuartos de baño, teléfonos en cada piso, peluquería, calefacción y automóviles para viajeros y equipajes. Además tenía un jardín de invierno, preciosamente amueblado, que ocupaba casi todo el centro de la planta baja; una amplia Sala de Fiestas, destinada a bailes o recepciones y que se alquilaba con servicio completo, más la terraza del jardín exterior situado en la plaza de Cánovas, en la que se servirían comidas y tés al aire libre.
Dos años después se inauguró prácticamente enfrente de este, solo separado por la famosa fuente de Neptuno, el hotel Palace. Tuvo menos repercusión mediática, quizás, también porque coincidió con la celebración del 12 de octubre.
MUERTE Y CAOS EN MADRID
En 1906, las calles madrileñas pasaron del festejo al terror en cuestión de minutos. Era el 31 de mayo y se iba a celebrar la boda del rey Alfonso XIII con la inglesa Victoria Eugenia de Battenberg y tal unión resonaba en los oídos de los madrileños a modernidad y europeísmo. Nadie podía imaginar que tras el paso de la comitiva real, tras la ceremonia, fuera a explotar una bomba que causara un gran número de muertos y heridos.
Los días previos al evento, Madrid, se preparaba para agasajar a los reyes. Se preparaban los balcones con banderas y mantones para dar colorismo, se reorganizó la circulación de tranvías y vehículos cortando calles y se advertía a los ciudadanos de las posibles incidencias, como la pérdida de objetos o de niños alentando a la prudencia.
Los cafés de la zona centro hicieron su agosto. Todo se vaticinaba de lo más agradable hasta que al pasar el coche de los reyes por la calle Mayor, a la altura del actual número 84, alguien tiró un ramo de flores desde un balcón. Este rebotó en el tendido eléctrico del tranvía y se desplazó hacia los asistentes que, ilusionados, veían pasar a sus reyes. El ramo contenía una bomba Orsini y explotó causando un espantoso cuadro: miembros amputados, caballos moribundos con sus vísceras expuestas y salpicones de sangre en los escaparates de los comercios.
El caos se apoderó de Madrid pero pronto se comenzó la búsqueda del autor del atentado. Al día siguiente ya publicaban los periódicos que habían encontrado al anarquista, aunque no sería hasta unos días después cuando detuvieron a Mateo Morral que tras zafarse de la autoridad pegando tiros, se suicidó.
El cadáver de Morral fue fotografiado y su imagen convertida en escarnio público. Los reyes siguieron realizando sus salidas, sin escoltas, ofreciendo una imagen real valiente y muy flemática, que causó impacto entre los madrileños.
No sería el único atentado que sufrió Alfonso XIII pero sí el más recordado.
Imposible resumir los lugares madrileños de Los ojos de Galdós: la Puerta del Sol, el barrio de Argüelles, la plaza de Cibeles, el barrio de Lavapiés…todos ellos ya forman parte de la vida y obra de don Benito, el autor que mejor supo entender y describir a los madrileños.
Carolina Molina
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