Por Javier Velasco Oliaga
He dejado para el final a los tres integrantes de la generación que fueron el núcleo central de la misma. Baroja, Azorín y Maeztu. Los tres fueron grandes amigos durante muchos años pero la vida y las discusiones de café les fueron separando. El donostiarra Pío Baroja y Nessi nació el día de los Santos Inocentes de 1872, hermano del escritor y pintor Ricardo Baroja, ambos formaron parte de esta increíble generación de escritores. Desde joven estuvo relacionado con el periodismo y los negocios de imprenta. Carmen, hermana de Pío, se casó con el futuro editor de su hermano, Rafael Caro Raggio. En sus Memorias, don Pío aventura una posible etimología del apellido, según la cual «Baroja» sería una aféresis de ibar hotza, que en euskera significa 'valle frío' o 'río frío'. Aunque también podría tratarse de una contracción del apellido castellano Bar(barr)oja.
Tras una breve experiencia como médico en Valencia y en Cestona, como médico rural, regresa a la ya bulliciosa Madrid a trabajar con su hermano Ricardo en la panadería que dirigía, Viena Capellanes. Pío se hizo con la dirección del la tahona que estaba muy cercana al monasterio de las Descalzas Reales de la plaza del Celenque. “Es un escritor con mucha miga”, le solía decir el poeta Rubén Darío. A lo cual le respondía el escritor: «También Darío es escritor de mucha pluma: se nota que es indio». Durante el tiempo que dirigió la panadería conoció a los personajes que poblarían sus novelas más madrileñas: Silvestre Paradox y la trilogía “La lucha por la vida”.
El periplo de Baroja por Europa y España se extendió también a la misma ciudad de Madrid donde residió largos años; de sus impresiones quedan abundantes reflejos en toda su obra, pero sobre todo en la trilogía “La lucha por la vida”, un ancho fresco de los ambientes humildes y marginales de la capital. Fue, de hecho, una especie de segundo Galdós por su conocimiento de los rincones más recónditos de la capital de España, aunque, a diferencia del narrador canario, Baroja no experimenta complacencia o complicidad con aquello que refleja, sino que critica con acritud cuando tiene que hacerlo y solo a duras penas muestra su lirismo, tan intenso como escaso. Entre sus compañeros de paseo “desgastaaceras” (así se llamaban) fue el más frecuente Valle-Inclán, el mayor de sus amigos de entonces, Azorín, no le gustaba pasear. Las paradas en los bajos del café Fornos de la calle Alcalá eran frecuentes, al igual que en el Lyon d´Or. A sus tertulias solían ir los escritores y actores de teatro de la época.
En 1902 se establece la familia en la casa de la calle Juan Álvarez Mendizábal del novísimo barrio de Argüelles. La casa era un antiguo hotelito que necesitaba numerosas reformas y allí estuvieron viviendo hasta que falleció el padre en 1912 y se casó su hermana Carmen. La casa estaba llena de gatos, a los que era muy aficionada la madre. Desde 1912 los veranos los pasaban en Vera de Bidasoa, después de comprar la casona.
Como bibliófilo aficionado solía frecuentar librerías de viejo, sobre todo los de la cuesta de Moyano, anteriormente lo había sido de los bouquinistes a la orilla del Sena en París. Fue acumulando Baroja una biblioteca especializada en ocultismo, brujería e historia del siglo XIX que luego continuaría su sobrino Pío Caro Baroja y que fue instalando en un viejo caserío del siglo XVII que compró en Vera de Bidasoa y restauró paulatinamente y con gran gusto, convirtiéndolo en el famoso caserío de «Itzea», donde pasaba los veranos con su familia.
“Aventuras, inventos y mistificaciones de Silvestre Paradox”, se publicó en 1901 y fue la primera obra madrileña de Pío Baroja. Es esta la historia de un “raro”; su modelo real combinaría rasgos del escritor Silverio Lanza, del que fue compañero en la revista “Arte joven”, y los propios hermanos Baroja. El protagonista de la novela vivió su infancia en el barrio de Chamberí, antes de que se incorporara a Madrid. Después se marcha a un breve periplo por Europa, volviéndose a instalar en la capital, en esta ocasión en una buhardilla de la calle Tudescos. En esa novela, Baroja parece querer anticiparnos los posibles escenarios de marginalidad de su trilogía madrileña:
“Le llevó a ver el Mesón de la Cuerda, no el auténtico, perdido ya en la noche de la historia, sino otro, en el cual algunos barrenderos dormían de píe, apoyados en una soga que cruzaba el cuarto; le enseño el Palacio de Cristal de la Montaña de Príncipe Pío y visitaron juntos la taberna de los Valientes… En una taberna de la calle Embajadores le indicó su secretario a Paradox algunas de los más ilustres escaladores de Madrid”.
En la novela nos sigue describiendo el puente de Toledo con sus lavanderas, la Fábrica del Gas, San Francisco el Grande y las Vistillas, el Palacio Real, -tan blanco como si estuviera hecho de pastaflora- y los desmontes de la Moncloa. Pese a detenerse tanto en escenarios lumpen como selectos, Paradox opina que “el calumniado Madrid es uno de los pueblos más bonitos del mundo”. El último paseo de nuestro raro inventor de excentricidades no deja de ser un camino iniciático que nos llevará por la calle de la Luna, La Corredera, Pez, la calle Ancha, la Plaza de Santo Domingo, Campomanes, la plaza de Isabel II, la Puerta del Sol, la calle de Alcalá, la calle Mayor, la plaza Mayor, la calle Toledo, Arenal, las Descalzas, Capellanes y Preciados. Todos lugares por donde el aún joven Baroja paseó en innumerables ocasiones.
En la trilogía “La lucha por la vida”, los escenarios cambiaron. En la primera entrega llegó a colaborar Picasso en uno de los capítulos. El protagonista Manuel vivió en una casa de huéspedes de la calle Mesonero Romanos, antes del Olivo. Trabajó en la calle del Águila, que está encima de la Ronda de Segovia y se mueve por un Madrid suburbial, deteniéndose en el Paseo de Yeserías, en la Dehesa de la Arganzuela, en los paseos del Canal y de las Acacias o el Campillo de Gil Imón, hasta llegar a las corrales del arroyo de Embajadores. Va a las tabernas de la Blasa, el café cantante de la calle de Encomienda, el café de la Marina y conoce las castizas verbenas y kermesses que en agosto inundan los barrios más populares. También le lleva por el Paseo de la Florida y de los Melancólicos, por la Virgen del Puertos y hasta le hace asistir a una boda en la Bombilla.
Como hemos dicho, el protagonista de La busca es Manuel y continúa siéndolo en la siguiente novela “Mala hierba”, no así en “Aurora roja”. Pío Baroja supo reflejar el colorismo de los bajos fondo de manera muy atrayente. No cae, sin embargo, en el naturalismo literaturesco de Alejandro Sawa cuando, por ejemplo, en “Crimen legal” (1886) se recreaba en el feísmo de la pobreza; ni en el estilismo expresionista, posterior, de Gutiérrez Solana en las series de “Madrid, Escenas y costumbres”, señala el estudioso Manuel Lacarta en su libro “Madrid y sus Literaturas”.
El último libro donde se recrea Baroja en Madrid es en “Las noches del Buen Retiro”, publicado en 1933, nos encontramos ya con un Madrid de la alta burguesía que pasea por los Jardines del Madrid galante y por los cafés a los que asistió el escritor vasco con sus amigos. Se lleva a su protagonista, Thierry a un hotelito entre la glorieta de Quevedo y al Canal. Casas fuera de la ciudad que en ocasiones, la burguesía utilizaba como lugares de descanso donde pasar los fines de semana. Ramón y Cajal así lo hacía en otro hotelito cercano a la Cruz Roja de Cuatro Caminos.
Con Pío Baroja hemos recorrido tanto el Madrid galante de los cafés y de los teatros, como los arrabales más lumpen. Nos ha enseñado los barrios cercanos al Manzanares, compuestos de chabolas donde las lavanderas descansaban de su agotador trabajo. En todos los ambientes, el escritor vasco supo desenvolverse con eficacia y en sus novelas así lo constatamos, hasta tal punto que también don Pío fue un personaje de novela.
Como ensayista dedicó especial atención a dos temas: el paisaje español y la reinterpretación impresionista de las obras literarias clásicas. En los ensayos dedicados a la situación española se observa el mismo proceso evolutivo que marcó a toda la Generación del 98: si en sus primeras obras examina aspectos concretos de la realidad española y analiza los graves problemas de España, en “Castilla” (1912) su objetivo es profundizar en la tradición cultural española (reflexiones que surgen espontáneamente a partir de pequeñas observaciones del paisaje), además de incorporar un sentido del tiempo cíclico inspirado en Nietzsche.
Azorín no fue un escritor particularmente interesado por Madrid aunque sí publicó libros con temática madrileña. Su “Madrid. Guía sentimental” (1908) y “Madrid” (1941) trataron temas madrileños y paisajes de la ciudad. Ambos fueron recopilaciones de sus colaboraciones en Blanco y Negro. En estos libros trató los cafés de Madrid u otros lugares de especial relevancia para él como el Museo Romántico o La Puerta del Sol. Fue en el libro “Madrid” donde contó con más libertad en qué consistió la Generación del 98. Dedica capítulos a cada uno de los escritores que con él convivieron y, también, de políticos y personajes públicos como Sagasta, Maragall, Clarín, Castelar, Rosario Pino, Núñez de Arce, Menéndez Pelayo, la Pardo Bazán o el cardenal Romo.
Su “Madrid” nos sugiere un mundo más atemporal, casi de los Austrias. “El barrio de Segovia y el del Sacramento se hallan contiguos. Los dos son acaso lo que tienen más carácter arcaico en la ciudad. En los dos se ven callejuelas y plazoletas como en las viejas ciudades de provincias. Están allí la plazuela de la Cruz Verde y la de San Javier; las calles de Azotados, del Cordón, del Rollo, de Procuradores, de Tente Tieso. (…) La plazuela de San Javier es reducida, chiquita; su piso está en cuesta; se halla formada por el recodo de una callejuela. En lo alto, por encima de elevado tapial, asoma el follaje de una acacia”, escribe en “Doña Inés” (1925). Para ser una persona que no le gustaba pasear por el viejo Madrid no estaban nada mal sus descripciones. Después de la Guerra Civil, el escritor vivió casi recluido, como un cartujo, en la Calle de Zorrilla, 21. Casa en la que falleció en 1967. Fue el último representante de la generación del 98 que se nos fue.
Terminamos con el escritor vasco, de Vitoria, Ramiro de Maeztu y Whitney, el último componente del Grupo de los Tres. Fue un sólido ensayista, crítico literario y teórico político. En su juventud tuvo influencia nietzscheana y darwiniana, estuvo adscrito a posiciones liberales que fue cambiando hacia el conservadurismo más reaccionario, al igual que Azorín. Fue diputado por Guipúzcoa en la segunda legislatura de las Cortes republicanas.
En sus colaboraciones de prensa, agrupadas en buena parte en su libro “Hacia otra España”, examina las causas de la decadencia española, hace una crítica muy dura de la vida nacional y propone una renovación de estilo europeísta. Entre 1905 y 1919 residió en Londres, donde trabajó como corresponsal para La Correspondencia de España, Nuevo Mundo y Heraldo de Madrid. Viajó por Francia y Alemania y fue corresponsal de guerra durante la Primera Guerra Mundial en Italia entre 1914 y 1915. Fue académico de la lengua y vivió muy cerca de la Academia casi toda su vida en la calle Espalter, 13.
Al inicio de la Guerra Civil Española fue detenido por los milicianos republicanos. Tras haber sido encarcelado, en la madrileña cárcel de Ventas el 30 de julio de 1936, fue fusilado en el cementerio de Aravaca el 29 de octubre de 1936, víctima de una de las sacas (traslados y ejecuciones sumarias de presos) que ocurrieron durante la Guerra Civil. Al final de su vida le dieron un paseo, muy diferente a los que tanto le gustaban realizar con sus dos amigos del alma Baroja y Azorín. Sus principales obras fueron “Hacia otra España” (1899), “La crisis del humanismo” (1920) y “Defensa de la Hispanidad” (1934).
Si el desastre de 1898 unió a esta generación increíble de autores, otra guerra, la civil, finiquitó a la generación. 1936 fue un año dramático para estos escritores y para todo el país. Perdieron la vida ese año Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztú y Valle-Inclán y en 1939 la perdería Antonio Machado desmembrando a este grupo de manera definitiva. Los que quedaron como Manuel Machado, Pío Baroja o Azorín vivieron prácticamente recluidos –en un exilio interior- abundando en el dramatismo de unas vidas desechas por la guerra. ¡Qué lejos quedaban aquellos años de esplendor y vivencias estrafalarias que el cómico Luis Esteso supo ver de manera mordaz!
Madrid perdió su mejor generación de escritores y aunque no hubiesen nacido en el foro siempre quisieron a una ciudad que les abrió los brazos y el corazón desde el primer momento. Ellos, se lo agradecieron escribiendo páginas memorables deformadas por esos espejos de feria de los que nos habló Valle, otras veces eran retratos fidedignos de una realidad dolorosa, como los que escribió Baroja. Todos tuvieron sus espejos o sus lentes con las que vieron desarrollarse una ciudad nueva que se fue abriendo alrededor de la Gran Vía. Algunos prefirieron abandonar este mundo para no asistir al derrumbe que las bombas de la guerra civil traerían, el resto no lo soportó y huyeron del mundanal ruido. Les quedó el silencio, como nosotros necesitamos ese silencio reparador que nos permite seguir leyendo sus obras por y para siempre.
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