10 de diciembre de 2020

Madrid, sus barrios. Su alma.

 Por Víctor Fernández Correas

 
    Se suele decir que los escritores viven sus novelas, sienten a sus personajes, se refugian —y hasta se niegan a salir de ella— en la atmósfera creada que hacen suya para, después, plasmarla en sus páginas. Meses y meses encerrados en un mundo que sólo existe en su cabeza y que es producto de muchas lecturas. 
 
   
En mi caso, pasé meses y meses en el Madrid de comienzos de la década de los 50 del pasado siglo mientras escribía Se llamaba Manuel; meses investigando y leyendo obras, comparando mapas, situando ubicaciones, comprobando su antes y su después, y otros tantos trasladando aquel océano de datos, de vivencias, de imágenes e incluso de canciones a unas páginas. Y puede asegurar que disfruté de y con aquel Madrid. Disfruté de y con sus barrios, que es el leitmotiv de este artículo. 

    Porque Madrid es sus barrios, su historia se vertebra a partir de sus microhistorias, y más en una época en la que algunos de los barrios que ahora conocemos aún no habían sufrido una transformación que los vuelve irreconocibles a ojos de quienes los conocieron y vivieron en ellos. 

    Era aquel Madrid un Madrid de suburbios que exudaban tanta miseria como ganas de vivir. Un Madrid de anchas avenidas bañadas de luces de neón, de teatros y cines donde Hollywood se hacia carne y sueños, y de salas de fiesta donde las voces eran voces que se ganaron la eternidad por derecho propio. Un Madrid que quería ser, que quería olvidar lo que fue —y lo que era, al fin y al cabo—, un Madrid con un velo de modernidad en la mirada y alpargatas de esparto en los pies con las que caminar por un sendero titubeante. 

    Por ejemplo, en aquel Madrid incluso había costa. Años y años Los Refrescos cantando que Aquí no hay playa, y sólo hay que bucear un poco en la historia para descubrir que, a comienzos de los años 50 del siglo pasado, y con el aluvión de americanos recién instalados al calor de un hermanamiento entre naciones —bendecido y exaltado por el Gobierno de Franco como un signo de que en España empezaba a amanecer—, surgió la que vino en llamarse Costa Fleming, posiblemente la zona más animada de la capital del momento. Esa Costa Fleming de “mala arquitectura, bares equívocos, tablaos intempestivos, iglesias como fábricas de chocolate y sitios donde comer el pollo según las treinta hierbas diferentes recolectadas por no sé qué coronel norteamericano”, como se refirió a ella Paco Umbral. 

Costa Fleming

    “Parecía que todo el mundo estaba con horarios de vacaciones porque era un barrio en el que había mucha juerga nocturna”, palabras con las que la describe Jorge Galaso, presidente de la Asociación Costa Fleming, fundada en 2015 para revitalizar el comercio de la zona, y que adoptó como propio el nombre con el que la bautizó el periodista Raúl Pozo en 1968. Mucha juerga nocturna, dice Jorge Cadalso. Otros, simplemente, se referían a ella como la zona “más golfa de Madrid”. Sexo, alcohol e incluso drogas en una burbuja que se sabía que existía, pero que hacía desviar la mirada a más de uno y de dos capitostes del momento cuando se les mentaba que aquello era poco menos que Sodoma y Gomorra. Cosas que traen los americanos, se encogían de hombros. Dos naciones amigas, y Franco dándose un baño de multitudes compartiendo coche con Eisenhower por la Gran Vía, con las ventanas de la Torre Madrid componiendo con sus luces el apodo —Ike— por el que se conocía al presidente de los Estados Unidos. 

Torre Madrid - IKE

    Desde el Corea, el primer edificio del barrio, construido entre 1951 y 1954 —coincidiendo en el tiempo con la guerra que tenía a aquella península y a los americanos como protagonistas— en la manzana que dibujan el Paseo de la Castellana con las calles Félix Boix, Doctor Fleming y Carlos Maura, el american way of life fue pronto imitado también por madrileños que abrieron negocios en la zona para proporcionar servicios a los nuevos vecinos. Una zona donde los pepinillos, la mantequilla de cacahuete, el Cuatro de Julio o Halloween constituían un oasis de luz en una ciudad que luchaba por dejar atrás la época oscura de la posguerra. Hoy en día es una zona dinámica llena de viviendas, restaurantes y tiendas en cuya arquitectura se puede atisbar la modernidad a la americana que trajeron consigo sus primeros moradores. 

    Un Madrid de luz dispar, claroscuros en una ciudad donde se pasaba de la modernidad al Madrid cuyas tripas aún rugían de hambre; de la Gran vía a la que se asomaba Hollywood a través de ventanas como los cines Coliseum, Avenida o el Palacio de la Música —la originaria Sala Olimpia—, a sus calles perpendiculares, donde el olor a carne tibia llenaba la atmósfera de pensiones que se dejaban antes de las doce de la noche con tal de no aparecer en el listado de clientes que cada mañana amanecía en las mesas de una comisaría; una Gran Vía en la que lo mismo resonaban las voces del momento, diosas y dioses que se hacían carne delante de un micrófono en Pasapoga, que Ava Gardner se dejaba caer por Chicote levantando suspiros a su paso antes de que Frank Sinatra los apagara con una mirada de perdonavidas. Eso, ayer. Hoy, muchos de aquellos cines o salas de fiesta no queda más que el recuerdo y la nostalgia, en muchos casos, y en otros un esqueleto que cobija otras alternativas de ocio más acordes con los tiempos que corren. 

Pasapoga. Fotograma de Los ojos dejan huella

    El Pasapoga, lo cité líneas más arriba, en los bajos del cine Avenida. Un nombre exótico, atractivo, resultado del acrónimo de los apellidos de sus creadores —Patuel, Sánchez, Porres y García—. “La sala de fiestas más famosa del mundo”, como se anunciaba en 1952; inmortalizado para siempre por José Luis Sáenz de Heredia, que quiso plasmar su esencia en una de las escenas de Los ojos dejan huellas, con sus protagonistas disfrutando de una velada en aquel music hall. Decorado por Mariano García con elementos isabelinos y columnas de mármol, mucho pan de oro y arañas y enormes lámparas colgando del techo, las entre 15 y 18 pesetas que costaba la entrada no eran impedimento para bolsillos deseosos de pasar un buen rato mientras compartían velada con Ava Gardner —se bebió Madrid tantas veces que le harían falta vidas para contarlo— o Juliette Grèco al calor de la voz de Josephine Baker. Todo eso ocurrió mucho antes de que sus asiduos, allá por 1962, descubrieran la esencia, la deslumbrante belleza y femineidad de Coccinelle, la estrella absoluta del Carrousel de París y compañera de escenario de la mítica Edith Piaf, y cayeran rendidos ante ella sin saber que en su acta de nacimiento constaba que se llamaba Jacques Charles Dufresnoy. Una transexual deleitando a las élites y bolsillos abultados del franquismo. En España empezaba a amanecer. 

Coccinelle ©Cordon Press

    Un Madrid de luces, insisto, donde uno podía encargar una camisa en las cerca de 30 camiserías que existían en la Calle de la Montera —hoy apenas sobrevive una—. Calle que compartía protagonismo comercial con las de Preciados, del Carmen o Carretas. Todas ellas repletas de pequeños comercios, como la pequeña sastrería ubicada en el número 3 de la primera de aquellas calles, que con el tiempo fue sustituida por un local que tomó su nombre y se convirtió en los grandes almacenes que conocemos hoy. 

    Y un Madrid de cafés. Porque Madrid siempre fue de cafés; esos lugares de ocio, puntos de reunión en los que pasar las tardes de asueto. Cafés de grandes espejos, columnas, lámparas, mesas de mármol blanco con barra de hierro a los pies, diván y un gran reloj. Y en todos ellos, como parte del mismo mobiliario y de su decoración, un limpiabotas y un cerillero. Cerca de 300 cuentan las crónicas que existían en Madrid por aquellos años 50 del pasado siglo, cifra que incluye cafeterías, bares americanos y cervecerías en las que se reunían la feligresía de turno al calor de un café que lo mismo calentaba el estómago de poetas y escritores, siempre tan cortos de recursos —siempre, siempre pase el tiempo que pase—, como eternizaba charlas sobre los temas más variopintos. Nombres que ya forman parte de la historia de la ciudad como el Café Barceló, el Café Levante, el Manila o La Manila, sin olvidar el Café Castilla, reconocido por su galería de caricaturas y sus tertulias literarias. 

Café Castilla (Archivo Ragel)

    Sin embargo, ese Madrid trocaba en distinto una vez rebasada la antigua Plaza de Atocha, bautizada después de la guerra con el nombre de uno de sus vecinos más insignes —el emperador Carlos V—. Cambios que se podían palpar enfilando el Paseo de las Delicias. No era como Sol, desde luego, sino que aquí se instalaron las empresas del llamado sector secundario. Nombres ya míticos como los de Boetticher y Navarro, Schneider, La Comercial de Hierros, la Standard Eléctrica o El Águila, adheridos a la piel de la calle Méndez Álvaro y de aquel paseo. Zona que aún frecuentaban oficios que la misma modernidad se llevó por delante como las aguadoras que vendían agua en botijos, pipas o altramuces; los afiladores de cuchillos —«Llama a mi puerta, te he de dar / siete cuchillos que afilar, siete pretextos para hablar / pan de centeno y un hogar», cantaba de ellos Mocedades— que se anunciaban con el tañido de una ocarina; los paragüeros-lañadores que restauraban cacharros de metal; mieleros que vendían miel de la Alcarria, chatarreros, traperos/basureros y colchoneros —sin segundas. Que uno es muy, pero que muy del Atleti—… Un tiempo en el que ciertos vendedores vendían novelas por fascículos, mensuales o semanales, con títulos tan sugerentes como La cieguita, Ángeles del Arroyo o Genoveva de Brabante, por mencionar algunos. 

    En fin, en aquel Madrid de los años 50 del pasado siglo sus tripas rugían de hambre de verdad en sus suburbios. Aluviones que acogían a los que huían de la miseria de sus pueblos para acabar recogiendo las migas de una incipiente y engañosa prosperidad. Miseria, por citar un ejemplo, que limitaban las calles Fernando Poo, Cáceres y Jaime el Conquistador, conteniendo una miseria en la que nadaban no menos de 5 000 personas en el poblado de chabolas más grande de Madrid capital —algo más de 1 000 chabolas en un terreno que ocupaba cerca de 1 000 hectáreas—, el conocido como poblado de Jaime el Conquistador. Un arrabal de chapa, chabolas e infraviviendas que rezumaba tanta vida como miseria; donde Pepe Blanco alimentaba esperanzas con un cocidito madrileño —“no me hable usté / de los banquetes que hubo en Roma / ni del menú del hotel Plaza en New York”— que era una quimera para muchos de sus moradores. 

Poblado de Jaime el Conquistador

    Apenas queda más constancia de aquel poblado que las calles que lo delimitan, pero basta con pasear por ellas o coger un plano y escrutarlo con calma, para cerciorarse de la magnitud que debía de tener aquel mar de miseria a escasos kilómetros de la Puerta del Sol. Cosas de la modernidad, de esa España que empezaba a amanecer —lo llevaba haciendo desde 1939, nada más terminar la guerra—, que borraba rastros de lo que era y no quería ser. Ese Madrid con alma, el alma de sus barrios. 

 

©Víctor Fernández Correas
 
 

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