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4 de diciembre de 2020

Casanova, la niña monstruosa y Lunardi en la villa y corte

Por Eduardo Valero García

    Ya hemos conocido los comienzos del teatro en Madrid y las particularidades de los variados mentideros. En posteriores artículos citaremos algunas fondas y las botillerías que dieron paso a los cafés madrileños; entre las fondas, una de importancia: la de La Cruz. Ahora nos encontramos en el siglo XVIII. 
 

Carlos III reina desde 1759; el gran palacio de El Buen Retiro va perdiendo todo su esplendor y el Teatro de Los Caños del Peral es remozado en 1767, año de la llegada del polifacético Giacomo Girolamo Casanova a la villa y corte. 
 
En la calle Espoz y Mina esquina con la de la Cruz (muy cerca del ya citado Corral de Comedias de la Cruz), una placa municipal recuerda aquella visita, porque allí existió la fonda de la Cruz, donde Casanova se alojó hasta 1768. 
 
Había partido de París el 20 de noviembre de 1767 pasando a Pamplona ocho días después. Desde allí, un largo periplo por abruptos y sinuosos caminos hasta Guadalajara; más tarde, Alcalá, y por fin, Madrid. 
 
En sus memorias, tituladas Historia de mi vida, Casanova ofrece detalles sobre el Madrid de aquel siglo, en especial de las intrigas y costumbres palaciegas. 
Al entrar por la puerta de Alcalá, me registraron el equipaje, y como los empleados fijaban su atención en los libros, les disgustó mucho no hallar más que la Ilíada en griego y Horacio en latín. Me los requisaron, pero me los devolvieron después, en el café donde me había hospedado, calle de la Cruz. 
No ocurrirá lo mismo con el rapé de París que llevaba en una cajita. Considerado «tabaco maldito en España», un empleado de la puerta lo arrojó al suelo, devolviéndole la caja vacía. Más tarde, en relación con el rapé, dirá cuando habla de las costumbres de Carlos III: 
He aquí lo que hace y hará hasta la muerte. Se viste a las siete y pasa luego a un tocador donde lo peinan. A las ocho hace sus oraciones; después oye misa, y concluida ésta, toma su chocolate y un enorme polvo de rapé que mete y revuelve en sus grandes narices durante unos cuantos minutos; este rapé es el único que se permite en todo el día. 
Durante su estancia en la Villa y Corte conocerá la Puerta del Sol, que no le gustó por transitar por allí mucha gente (como siempre). Disfrutará de los bailes de máscaras en el teatro que llama «Escaños del Peral», y en particular del fandango, baile que describe como «animado y loco» y cargado de lascivia. Mas para formarse una verdadera idea del fandango, hay que verlo bailar por gitanas y gitanos. Un caballero, a quien conocí en los Escaños del Peral, me presentó a una señora de mediana edad que se llamaba la Pichona, cuya tertulia frecuenté. 
 
Conocerá al pintor Mengs y al arquitecto Sabatini, famosos en aquel Madrid del absolutismo ilustrado. También conocerá al conde de Aranda, al duque de Medina Sidonia, a Campomanes y a Pablo de Olavide, entre otras personalidades de la época. 
 
De su paso por Aranjuez, donde coincidirá con Carlos III, escribirá en sus Memorias: 
Me sorprendía ver a Su M. Católica comer todos los días a las once, como hacían los zapateros de París en el siglo XVII, comer siempre lo mismo, ir a la caza cada día a la misma hora, y volver por la noche, con su hermano, extenuado por la fatiga. El rey era muy feo; pero todo es relativo, pues era buen mozo comparado con su hermano que era horriblemente feo. 
Hablará también de las corridas de toros y la costumbre de ir después al Prado, «donde encontramos lo más elegante de Madrid». 
 
En cuestiones de amoríos, siendo como era un picaflor, estudiará las costumbres del madrileño en las artes de la seducción y sexo extramatrimonial. Dirá de este asunto que «el libertinaje es extraordinario en Madrid, con la circunstancia agravante de la hipocresía», añadiendo que «no hay mujer libertina que, antes de entregarse a los deseos de su amante, no empiece por cubrir con un velo la imagen del crucifijo o de la Virgen que se halla en el cuarto». 
 
Por último, recordando un malentendido por unas armas y otro por cuestiones amatorias, Casanova irá a prisión dos veces. Será en la de El Buen Retiro, porque abandonado el palacio por los reyes, sus instalaciones servirán de cuartel y cárcel. Y se marchó Casanova para no regresar.

 
La niña monstruosa 
En el mes de septiembre de 1784, a dos años de la aprobación del proyectado Real Gabinete de Historia Natural, entraba en la villa y corte una niña muy peculiar. Del pueblo de Cantalejo (Segovia) llegaban el matrimonio de labradores Juana Sanz y Julián Zamarro con su única hija, de la que conocemos mucho pero no su nombre. Hasta el mes de octubre estuvieron en Madrid exhibiendo el cuerpo de la criatura al público. 
Lo que asombró al pueblo madrileño y llamó la atención de los doctos señores que la examinaron, fue el tamaño de la pequeña, que contaba entonces un año y tres meses de edad. La niña cantalejana pesaba “tres arrobas y cinco libras”, medida utilizada en aquellos tiempos y cuyo equivalente en kilos es 36,282 Kg. 
 
Nacida con un peso y tamaño normal, a los tres meses de edad había comenzado la evolución de un crecimiento antinatural. Lo curioso es que no se le había dado “otro alimento mas que la teta”. Si tenemos en cuenta que hoy el peso de una niña oscila a los quince meses entre los 8,4 y 12,5 kilogramos, los datos son asombrosos. 
 
En aquel Madrid de la Ilustración todo lo extraño, diferente o curioso, era motivo de examen e investigación. Carlos III, gran entusiasta de las ciencias naturales, quizá se interesó por conocer esta noticia no tan novedosa. Por todos es conocida la historia de la burgalesa Eugenia Martínez Vallejo, “la niña monstrua de los Austrias”, cuya fisonomía conocemos gracias a los retratos que Juan Carreño de Miranda le hizo por encargo de Carlos II. 


Los médicos, después de un pormenorizado análisis, dictaminaron que siendo sus proporciones normales y su aspecto saludable, la niña carecía de cualquier signo de monstruosidad. Su desarrollo extraordinario era genético a decir de las conclusiones a las que llegaron los galenos y que rezan en la noticia que publicamos: la “grosura no procede de monstruosidad, sino de robustez y buena complexión de sus padres; lo cierto es, que estos manifiestan mucha sanidad, y confiesan que siempre han sido enemigos de manjares nocivos y licores ardientes.” 
 
Cuatro años más tarde, a las 12 y 40 minutos de la noche del sábado al domingo 14 de diciembre de 1788 abandonaba éste mundo el piadoso, feliz y augusto Carlos III de España, el “mejor alcalde de Madrid”. 
 
El 20 de diciembre su hijo, el napolitano Carlos Antonio Pascual Francisco Javier Juan Nepomuceno José Januario Serafín Diego de Borbón, es proclamado rey. Nada vamos a destacar de su reinado porque hubo cosas buenas y otras que mejor no recordarlas. Sólo recuperamos una de las tantas demostraciones que se hacían en aquel siglo de invenciones.  
 
Lunardi y su globo 
Escasos cuatro años llevaba en el trono Carlos IV cuando un globo atravesaría el cielo madrileño. En el Diario de Madrid del domingo 5 de agosto de 1792 aparecía el siguiente aviso: 
El Rey nuestro Señor (que Dios guarde) se ha servido señalar la tarde del domingo 12 del presente mes de Agosto de 1792 (si el tiempo lo permitiere), y conceder el jardín del Real Sitio del Buen Retiro, para que en él se pueda echar el Globo Aereostático, que su Real piedad a dado a los Reales Hospitales General y Pasión de esta Corte, con piadoso fin de que el producto de la venta de boletines se emplee en la curación de los pobres enfermos de dichos Hospitales. 
 
Y el tiempo permitió que aquel domingo 12 de agosto, con la mayor tranquilidad y sosiego, se llenase el globo de Vicente Lunardi que estaba anclado en medio del parterre de El Buen Retiro. Las bandas de música de los tres regimientos de Infantería amenizaron la espera de la multitud allí reunida. 
 
A eso de las cuatro de la tarde se fueron quitando los toldos que cubrían por el este a la pintoresca nave, que permanecía sujeta por medio de sogas. A las cinco y media de la tarde aparecieron el príncipe de Asturias y demás personas reales, momento en que el globo, después de los controles necesarios, fue colocado en lo alto del parterre, cerca de las regias personalidades. 

 


A las seis menos cuarto, con viento de sudeste, soltaron las sogas y el aparato se elevó majestuosamente con Lunardi subido en su pequeña galería, que no era otra cosa que una especie de sofá con su respaldo. Con amaneramiento y boato manipulaba con una mano las cuerdas de seda y con la otra enarbolaba una bandera. Más tarde, a una altura considerable, tomó otra bandera e hizo señales con ambas, arrojándolas al vacío, primero una y luego la otra. Según las crónicas, tardaron cinco minutos en llegar al suelo. A las siete menos cuarto el globo se había perdido de vista y más tarde aterrizaría en Daganzo. 
 
Por disfrutar de aquel espectáculo, los madrileños pagaron 24 reales/vellón por las sillas de primera línea y 20 por las de segunda; 16 por los asientos de banco situados en diferentes puntos del jardín, y 4 para los boletines de entrada que quedaban de pie. Estos boletines (entradas) se podían comprar según su categoría y con días destinados para unos u otros. Así, los de primera se vendieron en la Contaduría del Hospital los días 9, 10 y 11 por la mañana, de 8 a 12 y por la tarde, de 3 a 7. Los demás podían adquirirse desde el día 6 hasta el 11 en la librería de Manuel Barco (Carrera de San Jerónimo), y en la confitería de Nicolás Zalles, frente a las Cuatro Calles (Canalejas). 
 
En total, con las entradas más algunas donaciones y los 2 reales que se cobraron los días previos en la exposición del globo y su «aparato químico», se obtuvieron para el Hospital la cantidad de 1.040.372 reales de vellón. 
 
Como era de esperar, el gracejo madrileño de los poetas populares no tardó en dedicar sonetos, décimas y tercetos al capitán volador. 
Nos los puentes de Vivero, 
Y el Arroyo Briñigal, 
A vos Eolo imparcial 
Reclamamos el dinero 
Que el asombroso Remero 
Lunardi, nos usurpó; 
A las aves excedió, 
Admiró a todo Madri, 
Y aunque pasó por aquí 
El Portazgo no pagó. 
 
Y con esta locura dieciochesca vuela el tiempo hasta un nuevo siglo, hasta el fascinante Madrid decimonónico, con sus revoluciones y su ambiente literario.  



 

 

 

 

 

Eduardo Valero García

 

Este artículo contiene fragmentos de texto del libro Historia de Madrid en pildoritas   ISBN: 978-84-16900-81-7 (2018) Editorial Sargantana

 


Las obras del rey Carolus

 Por Eduardo Valero García


    Ya antes de llegar a la Villa y Corte el monarca venía dando órdenes sobre el decoro en la vestimenta y otras cuestiones. Por eso, al poco de aposentarse, comenzará a dictar instrucciones y cédulas. Sabe que encontrará una ciudad cochambrosa, de gente descuidada en el aseo y aires saludables pero infectados de olores nauseabundos. 
 
 

 
    Él, que había dejado su reino de Nápoles como la patena, afectado según dicen por el mal de la piedra, intentará hacer lo propio en Madrid con mano de hierro, zanjando de una vez por todas el eterno dilema de la limpieza que se venía tratando desde la reconquista cristiana y poniendo más luz a sus calles. Pero esto lo dejamos para el final del artículo; ahora nos centramos en las
 
    Cronológicamente, aunque algunas quedan en el tintero, estas son las principales obras mandadas hacer por Carlos III:
 
1760 – El 17 de julio nombra a la Inmaculada Concepción patrona de España y de las Indias. Poco después, el 31 de agosto, ordena la demolición del templo de Jesús y María para construir el de San Francisco el Grande. Se funda la Fábrica de Porcelana, conocida como La China, en los Jardines de El Buen Retiro 
 
1761 – En mayo se aprueba la instrucción para el nuevo empedrado y limpieza de las calles. En noviembre se pondrá la primera piedra de San Francisco el Grande, obra de fray Francisco Cabezas. Se inaugurará en diciembre de 1784. 
 
1763 – El 10 de diciembre se realiza solo en Madrid, y a modo de prueba, el primer sorteo de la Real Lotería. 
 
1764 – Se ordena el derribo de la antigua puerta de Alcalá, colocada allí desde tiempos de Felipe III.
En diciembre del mismo año se trasladará al nuevo palacio que había comenzado a construir su padre en 1738 sobre el solar del desaparecido. Carlos será el primer monarca borbón que lo habite; pequeño detalle que afianzará la existencia del regio edificio en este Madrid tan acostumbrado a la piqueta. 
 
1765 – Este año prohibirá el monarca los autos sacramentales e inaugurará el alumbrado público. Este alumbrado era más importancia de la que puede parece, pues no solo iluminará la villa, sino que dará trabajo a un considerable número de madrileños. Se instalaron un total de 4.408 faroles repartidos en los ocho cuarteles en que se había dividido la ciudad. Estaban colocados a poco más de 3,5 metros de altura y separadas de la pared 1,20 metros. Se distribuían en zigzag, a 84, 64 y 34 pasos de distancia unos de otros y con proporcionalidad, dependiendo del tipo de calle: ancha, estrecha o más frecuentada. Cada uno de los faroles estaba numerado.
Pedro Stuart y Colón, marqués de San Leonardo, en carta escrita el 21 de octubre de 1765 a su hermano, el duque de Berwick, describirá cómo estaban colocados y cuántos operarios trabajaban en el encendido y cuidado: 
Se encienden con escalera y arden con vela de sebo hasta pasadas las doce de la noche desde el toque de oraciones. Cada operario enciende 23 faroles y son 150 divididos en ocho cuarteles, los tres grandes y los cinco iguales, pero más chicos; en estos hay 16 hombres y un celador en cada uno y en los grandes, 24 hombres, un celador y un ayuda en cada uno; hay sus guardas en cada cuartel todo el tiempo de la iluminación, y, en fin, todo está arreglado como un papel de música (…).
 
1766 – En marzo comienza el jaleo. La Real Cédula que prohíbe el uso de capa larga y sombrero chambergo propiciará el llamado «Motín de Esquilache». Obligar al uso de capa corta y tricornio puede molestar, pero de ahí a la que se montó, no cabe duda de que otros intereses propiciaron el alboroto. El despotismo; la presencia de extranjeros en puestos importantes del Gobierno; la penosa situación social, principalmente por el encarecimiento del pan y los alimentos, además de la pérdida de poder de los eclesiásticos, principalmente los jesuitas, tiene mayor razón de peso. Carlos escapa a Aranjuez en busca de refugio. Regresará a la villa en diciembre.  
1767 – Comienzan los proyectos del Salón del Prado y se da inicio a la construcción de la Casa de Correos. Como era de esperar, los jesuitas son expulsados. Y para regocijo del público madrileño, se permite pasear por El Retiro en verano y otoño, eso sí, con «compostura y regularidad»: los hombres, descubiertos y bien peinados; las mujeres, sin mantilla o pañuelo. Se instalaron en diferentes puntos de los jardines cuatro tiendas de campaña que servían de botillería, y más de mil sillas por las que se pagaba muy poco; si uno se levantaba y la dejaba por un momento, debía pagar nuevamente para sentarse. 



 
1768 – Se inicia el terraplenado de la cañada del Prado de los Jerónimos. Por Cédula Real, la villa y corte se divide en ocho cuarteles y sesenta y cuatro barrios, con un alcalde de Corte cada uno.
1769 – Se inicia la construcción de la Puerta de Alcalá y finaliza la de la Real Casa de la Aduana. En el altar mayor de la Colegiata de San Isidro se coloca el cuerpo del santo y las reliquias de santa María de la Cabeza. 
 
1770 – Se crea la Biblioteca de San Isidro, donde se guardarán los libros provenientes de los conventos jesuitas. De paso, el monarca transforma el Colegio Imperial, de la misma congregación, en Reales Estudios de San Isidro. 
 
1771 – Para conmemorar el nacimiento del infante Carlos, primogénito del príncipe de Asturias, Carlos III creará la Real y Distinguida Orden de Carlos III. Por decreto se crea el Real Gabinete de Historia Natural 
 
1772 – En el palacio de El Pardo se harán obras de reforma y ampliaciones 
 
1774 – La Real Academia de las tres nobles Artes de San Fernando se traslada de la Casa de la Panadería al palacio de Goyeneche. Dos años más tarde ocupará la segunda planta el Real Gabinete de Historia Natural, pasando a llamarse Real Casa de la Academia de las tres nobles Artes y Gabinete. Otro traslado será el del Jardín Botánico del médico del rey, que estaba en el Soto de Migas Calientes, y llevado al Salón del Prado. 
 
1775 – En septiembre se crea la Real Sociedad Matritense de Amigos del País, estatutos que fueron aprobados por Carlos III en el mes de octubre. Finaliza la construcción de la nueva Puerta de San Vicente. 
 
1777 / 1778 – Comienza la construcción de la Fuente de la Cibeles, obra que quedará finalizada en 1792. Por su parte, en 1778 finalizan las obras de la Puerta de Alcalá y por Real Cédula se crea la Real Fábrica de Platería Martínez. 
 

1781 – Queda inaugurado el Jardín Botánico y finaliza la reforma del Paseo del Prado. Comienza la construcción de la Fábrica de aguardientes, naipes y papel sellado (después Tabacalera); las obras se prolongarán hasta 1792.

1782 – Carlos III crea, erige y autoriza el Banco de San Carlos y, de paso, levanta el Portillo de Embajadores. 
 
1783 – Se ordena la construcción de lavaderos cubiertos en la orilla izquierda del Manzanares y se crean 32 escuelas gratuitas de barrios para niñas. 1785 – Se aprueba el proyecto de Juan de Villanueva para la construcción del Real Gabinete de Historia Natural (hoy Museo del Prado). 
 
1787 – Se ordena que los cementerios se construyan en las afueras de las poblaciones y no contiguos a las iglesias. Se inicia la construcción de la fachada de la Casa de la Villa que da a la calle Mayor. Floridablanca prohíbe la entrada de coches de viajeros; los puntos de entrada y salida estarán a 325 varas (271,7 metros) de las puertas de la villa. 
 
1788 – Comienza la construcción del palacio de los Cinco Gremios. Por Real Orden se dispone que los mendigos forasteros vuelvan a su lugar de origen. Se ordena que se construya en los «solares yermos» que había dentro de Madrid. Hizo muchas otras tantas cosas, pero de todas ellas recojo las que vienen a continuación.


    En cuanto a la limpieza de Madrid, debemos recordar que ya se venía intentando desde tiempos de los Reyes Católicos. Existió entonces un artilugio que servía para limpiar las calles. No era otra cosa que un cajón con pala de madera tirado por mulas. Detrás del rudimentario vehículo iba un regimiento de al menos cuarenta peones de limpieza provistos de escobones barriendo lo que iba quedando en el arrastre. Esta escena tan peculiar hizo que aquel sistema fuese bautizado con el nombre de «la marea». 

    A la Instrucción de Sabatini de 1761 para la limpieza y empedrado de las calles se suman otras ordenanzas que implican adecentar las casas con el empedrado de las aceras de sus fachadas, la instalación de canalones para las aguas pluviales y la construcción de pozos negros donde depositar aguas mayores, menores y demás porquería que hasta entonces acababan vertidas en la vía pública. 

    Para vaciar estos pozos, Sabatini inventará un sistema de recogida -de pago, por supuesto-. Se trataba de unos carros cerrados a modo de cisterna donde se depositaban las inmundicias de los pozos, que luego se vertían fuera de la villa. El gracejo madrileño quiso bautizar a este artilugio con el nombre de «las chocolateras de Sabatini».

 

 
 

 

 

 

 

 

Eduardo Valero García

Autor de los libros Historia de Madrid en pildoritas y Benito Pérez Galdós. La figura del realismo español. Editorial Sargantana.
Autor/editor de la publicación seriada Historia urbana de Madrid

 

Primero Carlos que Rey

Por Carolina Molina

 

    Las referencias a Carlos III en Madrid son numerosas. Estatuas, monumentos, inscripciones…Todos los madrileños le han considerado durante años su mejor alcalde por haber embellecido y modernizado su ciudad, pero ¿realmente conocen quién era Carlos de Borbón y Farnese? ¿Qué hombre vivía tras la cara bonachona que todos los pintores le otorgaban en sus cuadros? ¿Era Carlos III tan frío y regio como se representa en sus estatuas?

    Carlos de Borbón, el tercero de su nombre en España, tuvo una personalidad muy peculiar, propia de un personaje de novela. Nacido el primer hijo de la segunda esposa de Felipe V, la magnífica y portentosa Isabel de Farnesio, no iba destinado a ser rey, sin embargo lo fue primero de las dos Sicilias y luego de España. Llegó al mundo en el destartalado y gélido Real Alcázar de Madrid, allá por el 1716, dieciocho años antes de que este ardiera, consumiéndose a cenizas. Tuvo, por tanto, don Carlos, el honor de ser el último rey en nacer en el alcázar. 

    Publicó la Gaceta de Madrid en el día de su nacimiento, que la reina había dado a luz a un niño robusto y hermoso, entre las tres y las cuatro de la madrugada, calificativos que difícilmente le serían dedicados una vez convertido en hombre adulto, debido a sus facciones desproporcionadas y excesiva delgadez. 

    Ya desde su más tierna infancia tuvo una personalidad dulce, moldeable, de profunda obediencia, virtudes que su madre supo aprovechar para orientarlo hacia la escena política. Es de imaginar que su enseñanza la supervisara meticulosamente la reina debido a los frecuentes ataques de enajenación que padecía su padre, Felipe V. La demencia que sufrió el rey, también desarrollada en alguno de sus hermanastros, amenazaba al joven Carlos que siempre se afanó por demostrar madurez y razonamiento suficientes. Con todo, siempre fue consciente de la posibilidad de heredar la locura, que, según dicen, combatía manteniéndose ocupado con los asuntos de estado y las cacerías diarias. 

    Aprendió muy pronto las disciplinas necesarias para un infante, supo de geografía, historia sagrada y profana, táctica y náutica, dominando varios idiomas, el francés y el italiano, como era de esperar, y más tarde hasta el alemán, solo por dar gusto a la reina. 

    Su infancia y mocedad fue, como decía Pedro Volpes «dechado de dulzura y mansedumbre» llegando a manifestar que de tener algún sobrenombre prefería, con mucho, el de llamarse «Carlos, el Sabio». 

    Aquel niño estudioso y observador se convirtió, pasados los años, en un hombre modélico, tolerante en lo humano pero riguroso en lo político. Hacía cuanto le decían sus padres, aceptaba de buen grado las órdenes y no mostraba desinterés. En las numerosas cartas dirigidas a los reyes, siendo ya hombre, se observa un recato extremo casi rozando la mansedumbre, todo lo acata sin reservas y muestras poca o ninguna iniciativa. 

    Carlos se va haciendo mayor y desarrolla un carácter tibio, casi inexpresivo, pero siempre pendiente de las necesidades de quienes le sirven. Su frase «Primero Carlos que rey» la seguirá a pies juntillas, siempre con la convicción de que ser rey era también ser un dios, pues origen divino tenía. 

    En sus horas libres, el joven Carlet (o Carletto) como le llamaba su madre, se entretiene con manualidades, dando rienda suelta a su meticulosidad. De ahí salen piezas talladas en madera y con el tiempo, la colocación rigurosa de las piececillas del Belén napolitano que tanto gustó en su familia cuando vivía en Italia y que al llegar a España, su esposa, introdujo en nuestra cultura cotidiana. Hoy no podemos imaginar una Navidad española sin belenes. 

    Su biógrafo oficial, el sexto conde Fernán Nuñez, Carlos Gutierrez de los Ríos, describió sobradamente el aspecto que tenía nuestro rey. A él le debemos conocer los detalles más íntimos y curiosos de su personalidad. Decía Fernán Nuñez que Carlos III «era de una estatura de cinco pies y dos pulgadas, poco más. Bien hecho, sumamente robusto, seco, curtido, nariz larga y aguileña. Había sido en su niñez muy rubio, hermoso y blanco, pero el ejercicio de la caza le había desfigurado enteramente, de modo que cuando estaba sin camisa parecía que sobre un cuerpo de marfil se había colocado una cabeza y unas manos de pórfido». 

    Esta imagen del Carlos activo, curtido por el tiempo al aire libre y cazando, ha desvirtuado la realidad, pues era hombre con inquietudes muy poco físicas y que se entregaba a los paseos como medio de combatir la melancolía. Decía Antonio Domínguez Ortiz que sus cacerías eran más bien de observación, de asentamiento y avistamiento, sin que mediara correría ni grandes ajetreos. 

    «Su fisonomía ofrecía dos efectos opuestos, decía su biógrafo, la magnitud de la nariz ofrecía a la primera vista un rostro muy feo, pero pasada esta primera impresión sucedía a la primera sorpresa otra aún mayor, que era la de hallar en el mismo semblante que quiso espantarnos, una bondad, un atractivo y una gracia que inspiraba amor y confianza». 

    Todo demuestra que los pintores que lo retrataron lo describieron muy bien. Feúcho y desgarbado pero con sonrisa bonachona. Cuando casó, llegado el tiempo, con su querida María Amalia de Sajonia, que tampoco era mujer agraciada, se convirtieron ambos, según dijo un poeta de la época, en «el matrimonio más feo del mundo». 

    Carlos era de natural bueno. Casi nunca se enfadaba, ni siquiera con sus sirvientes, que habiendo hecho alguna incorrección contra él y llamados al orden, alentaba a no castigarles con dureza afirmando que «ellos lo sentirían más que él». Era educado y si con alguien hablaba, se quitaba el sombrero. No era caprichoso en el vestir, más bien lo contrario. Si le obligaban a engalanarse para alguna fiesta, todo lo más aceptaba ponerse una chupa con botones de diamantes y cuando el acto terminaba corría a cambiársela por una vieja pero más acorde a sus necesidades. Decían que no admitía los cambios y cuando había de renovar su fondo de armario, acumulaba la ropa vieja con la nueva, mirando la usada cada día hasta asimilar, irremediablemente, que habría de tirarla. 

 


    La palabra economía le interesaba mucho, no en vano era un hombre del S XVIII, y en esa economía, no solo de dinero, encontraba placer aplicándola a su vida diaria, en sus costumbres rigurosas, en el ahorro del tiempo y en tener todo cuando hacía bajo la más estricta vigilancia y control. 

    Su vida era un ejemplo de agenda bien cumplida. Se levantaba a las seis menos cuarto de la mañana. Después de rezar como una hora, se lavaba y vestía junto a su cirujano, su médico y boticario, para luego desayunarse una jícara de chocolate en la manera en que se explicará más tarde, con escrupulosa reiteración de movimientos. Pasaba más tarde a oír misa. Luego visitaba a sus hijos y a las ocho empezaba a trabajar hasta las once. Al terminar hablaba con el Príncipe de Asturias, su hijo, y también con su confesor, el padre Eleta, al que quiso hasta su muerte. Comía a las doce, rodeado de sus allegados haciendo el paripé de descascarar el huevo. Tras el besamanos del final de la comida salía a cazar, si era invierno o se disponía a la siesta, si era verano. Anocheciendo recibía a sus ministros. Antes de la cena, que sería a las nueve y media de la noche, jugaba un rato al revesino. Cuando ya llegaba el momento de irse a su cámara privada dedicaba un rato al rezo, quedando dormido a las once de la noche. Todo esto lo hacía invariablemente cada día. 

    La misma disciplina desarrollaba en sus viajes a lo largo del año. Este rey madrileño y que cambió la imagen de Madrid hasta convertirla en corte europea, le dedicó a su ciudad muy poco tiempo. La necesidad de aislarse de la corte y sus intrigas y la querencia por la caza suscitaba en Carlos III la necesidad de acercarse a lugares con campo abierto, por lo que, mirado con reflexión, sería en la corte madrileña donde menos meses viviera. 

    Cada año empezaba, don Carlos, una actividad viajera envidiable. El día siguiente a Reyes, el día 7 de enero, viajaba a El Pardo, permaneciendo allí hasta el Domingo de Ramos. El Miércoles Santo volvía a salir hacia Aranjuez quedando en su palacio hasta junio. Regresaba a Madrid y allí permanecía todo el mes de julio para luego emprender viaje hacia La Granja de San Ildefonso, donde pernoctaba hasta octubre. Acabado este periodo, con alternancias en El Escorial, continuaba sus labores regias en Madrid hasta cumplirse el día de Reyes y vuelta a empezar. 

 


    Para un psicólogo actual sería muy fácil diagnosticar el perfil de este rey minucioso y con obsesividad compulsiva. En sus costumbres diarias era implacable. Tomaba su jícara de chocolate de dos en dos sorbos sin que variara ni una sola vez, nunca pasándose del primer trago de la corona real que aparecía en cada taza o vaso. También daba los mismos golpes sobre el huevo pasado por agua con el fin de descascararlo de igual manera aunque aceptaba de buenos modos la extravagancia de la corte de ser observado mientras esto hacía asumiendo después con gesto bonachón los aplausos de sus súbditos. 

    Don Carlos reflexionaba para sí «¡Con qué poco se conforman!», mostrándose bondadoso y aceptando las modas, que eran sobrias, comparadas con las que impuso su padre con el gran Farinelli. 

    Otra de sus manías era la puntualidad. Si quedaba con sus ministros a las diez, pongamos por caso, y llegaba al despacho cinco minutos antes, quedaba con la mano puesta sobre el manillar de la puerta hasta que los relojes dieran la hora exacta y entonces pasar a despachar los asuntos del día. 

    Era, como es de imaginarse, cuidadoso en elegir a sus hombres de confianza, quedando más complacido si estos ya habían demostrado su fidelidad. Por esta razón se trajo a España a unos cuantos ministros italianos, también arquitectos, que demostraron su buen criterio y obediencia; de entre todos ellos, los más célebres el Marqués de Esquilache y Francesco Sabatini. El primero, aunque le sirvió bien, no supo valorar el carácter español y con sus leyes protectoras y prohibitivas provocó un motín, famoso por iniciarse a raíz del impedimento de vestir capas largas y chambergo. Esta revuelta, que dio en llamarse Motín de Esquilache, reclamó de Carlos III su más tolerante decisión. Los amotinados, llegados al Palacio Real, exigieron al rey una serie de medidas, entre ellas la revocación del edicto de las capas y sombreros, a lo que el monarca, tras reflexionar, convino en aceptar sumisamente. Con su consentimiento, Carlos III, evitaba una revuelta aún mayor y una cruel carnicería. Muy posiblemente fue el único rey hasta nuestra modernidad que se rebajara a aceptar las condiciones de su pueblo. Humillación debió ser, eso no se discute, pero con todo, don Carlos, supo asumirlo y continuar su reinado usando la mano izquierda, a partir de entonces. 

 

 

    El segundo de sus hombres de confianza, Sabatini, arquitecto de los mejores, convirtió a Carlos III en piedra, simbolizándolo para la posteridad en magníficos monumentos, hoy vinculados a la ciudad de Madrid. La actual Puerta de Alcalá será el ejemplo más destacado de obra ilustrada, sin olvidarnos todas aquellas instituciones que impulsó el propio monarca para modernizar Madrid: El Real Gabinete de Historia Natural (germen, entre otros museos, de lo que sería El Museo del Prado), El Real Observatorio, las Sociedades de Amigos del País, el Real Jardín Botánico…Se podría decir que Madrid fue tomada por Carlos III y le dio la vuelta como un calcetín, de ciudad del «agua va» pasó a ser una de las más avanzadas de su época tras alcantarillarse, iluminarse y decorarse. 

    Carlos III fue un hombre de única política y única religión, como él decía, pero también de una única esposa. Muy al contrario de lo que exigían las costumbres reales del momento, se debió a una sola mujer y cuando esta murió se negó a casarse. 

    María Amalia de Sajonia fue un impedimento al que se consagró con sumisión, como todo lo que hacía el joven Carlos. Sabiéndose a punto de entregarse al matrimonio se atreve a decir a sus padres: «Pongan cuidado al elegir, no vayan a labrar mi desventura». Los reyes, sin embargo, eligieron bien. Una niña de trece primaveras que firmaba en las cartas como Amalie y que sería, a lo largo de tantos años, su amada esposa. Cuando se casaron, Carlos tenía 21 años, la diferencia de edad era considerable pero sabemos por las cartas que no fue impedimento en la noche de bodas, manifestando el joven rey a su querida madre Isabel de Farnesio, que lo llegaron a hacer hasta dos veces. Desvelar dato tan íntimo solo puede indicarnos la confianza y la fe ciega que tenía por su madre. 

    Con todo, la niña Amalie, resultó más robusta que su marido. Ya al conocerse se comentaba la estatura de ella, sobrepasando a la don Carlos en unos cuantos centímetros. Muy pronto vinieron los primeros partos, algunos malogrados como era frecuente, pero llegó a tener hasta trece hijos vivos que le dejaron sin dentadura y agriaron su carácter. Con ella lo compartía todo, las cacerías a campo abierto, los cigarros y también el dormitorio. Actividades poco corrientes en los matrimonios de su época. 

    Cuando murió, apenas dos años escasos de la llegada a España, dejó en su fiel esposo un hondo pesar. «Es el primer disgusto que me ha dado en veinte años», aseguró Carlos III. Por mucho que su madre, la Farnesio, le pidió meses después que pensara en volverse a casar, el rey se negó y cumplió su promesa hasta el final de sus días. 

     Carlos III vivió congruente con su pensamiento y decisión política. Como manifestara más de una vez, antepuso ser Carlos a ser rey. 

 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Carolina Molina
El artículo fue publicado en el blog Cita en la glorieta en 2016