4 de diciembre de 2020

Casanova, la niña monstruosa y Lunardi en la villa y corte

Por Eduardo Valero García

    Ya hemos conocido los comienzos del teatro en Madrid y las particularidades de los variados mentideros. En posteriores artículos citaremos algunas fondas y las botillerías que dieron paso a los cafés madrileños; entre las fondas, una de importancia: la de La Cruz. Ahora nos encontramos en el siglo XVIII. 
 

Carlos III reina desde 1759; el gran palacio de El Buen Retiro va perdiendo todo su esplendor y el Teatro de Los Caños del Peral es remozado en 1767, año de la llegada del polifacético Giacomo Girolamo Casanova a la villa y corte. 
 
En la calle Espoz y Mina esquina con la de la Cruz (muy cerca del ya citado Corral de Comedias de la Cruz), una placa municipal recuerda aquella visita, porque allí existió la fonda de la Cruz, donde Casanova se alojó hasta 1768. 
 
Había partido de París el 20 de noviembre de 1767 pasando a Pamplona ocho días después. Desde allí, un largo periplo por abruptos y sinuosos caminos hasta Guadalajara; más tarde, Alcalá, y por fin, Madrid. 
 
En sus memorias, tituladas Historia de mi vida, Casanova ofrece detalles sobre el Madrid de aquel siglo, en especial de las intrigas y costumbres palaciegas. 
Al entrar por la puerta de Alcalá, me registraron el equipaje, y como los empleados fijaban su atención en los libros, les disgustó mucho no hallar más que la Ilíada en griego y Horacio en latín. Me los requisaron, pero me los devolvieron después, en el café donde me había hospedado, calle de la Cruz. 
No ocurrirá lo mismo con el rapé de París que llevaba en una cajita. Considerado «tabaco maldito en España», un empleado de la puerta lo arrojó al suelo, devolviéndole la caja vacía. Más tarde, en relación con el rapé, dirá cuando habla de las costumbres de Carlos III: 
He aquí lo que hace y hará hasta la muerte. Se viste a las siete y pasa luego a un tocador donde lo peinan. A las ocho hace sus oraciones; después oye misa, y concluida ésta, toma su chocolate y un enorme polvo de rapé que mete y revuelve en sus grandes narices durante unos cuantos minutos; este rapé es el único que se permite en todo el día. 
Durante su estancia en la Villa y Corte conocerá la Puerta del Sol, que no le gustó por transitar por allí mucha gente (como siempre). Disfrutará de los bailes de máscaras en el teatro que llama «Escaños del Peral», y en particular del fandango, baile que describe como «animado y loco» y cargado de lascivia. Mas para formarse una verdadera idea del fandango, hay que verlo bailar por gitanas y gitanos. Un caballero, a quien conocí en los Escaños del Peral, me presentó a una señora de mediana edad que se llamaba la Pichona, cuya tertulia frecuenté. 
 
Conocerá al pintor Mengs y al arquitecto Sabatini, famosos en aquel Madrid del absolutismo ilustrado. También conocerá al conde de Aranda, al duque de Medina Sidonia, a Campomanes y a Pablo de Olavide, entre otras personalidades de la época. 
 
De su paso por Aranjuez, donde coincidirá con Carlos III, escribirá en sus Memorias: 
Me sorprendía ver a Su M. Católica comer todos los días a las once, como hacían los zapateros de París en el siglo XVII, comer siempre lo mismo, ir a la caza cada día a la misma hora, y volver por la noche, con su hermano, extenuado por la fatiga. El rey era muy feo; pero todo es relativo, pues era buen mozo comparado con su hermano que era horriblemente feo. 
Hablará también de las corridas de toros y la costumbre de ir después al Prado, «donde encontramos lo más elegante de Madrid». 
 
En cuestiones de amoríos, siendo como era un picaflor, estudiará las costumbres del madrileño en las artes de la seducción y sexo extramatrimonial. Dirá de este asunto que «el libertinaje es extraordinario en Madrid, con la circunstancia agravante de la hipocresía», añadiendo que «no hay mujer libertina que, antes de entregarse a los deseos de su amante, no empiece por cubrir con un velo la imagen del crucifijo o de la Virgen que se halla en el cuarto». 
 
Por último, recordando un malentendido por unas armas y otro por cuestiones amatorias, Casanova irá a prisión dos veces. Será en la de El Buen Retiro, porque abandonado el palacio por los reyes, sus instalaciones servirán de cuartel y cárcel. Y se marchó Casanova para no regresar.

 
La niña monstruosa 
En el mes de septiembre de 1784, a dos años de la aprobación del proyectado Real Gabinete de Historia Natural, entraba en la villa y corte una niña muy peculiar. Del pueblo de Cantalejo (Segovia) llegaban el matrimonio de labradores Juana Sanz y Julián Zamarro con su única hija, de la que conocemos mucho pero no su nombre. Hasta el mes de octubre estuvieron en Madrid exhibiendo el cuerpo de la criatura al público. 
Lo que asombró al pueblo madrileño y llamó la atención de los doctos señores que la examinaron, fue el tamaño de la pequeña, que contaba entonces un año y tres meses de edad. La niña cantalejana pesaba “tres arrobas y cinco libras”, medida utilizada en aquellos tiempos y cuyo equivalente en kilos es 36,282 Kg. 
 
Nacida con un peso y tamaño normal, a los tres meses de edad había comenzado la evolución de un crecimiento antinatural. Lo curioso es que no se le había dado “otro alimento mas que la teta”. Si tenemos en cuenta que hoy el peso de una niña oscila a los quince meses entre los 8,4 y 12,5 kilogramos, los datos son asombrosos. 
 
En aquel Madrid de la Ilustración todo lo extraño, diferente o curioso, era motivo de examen e investigación. Carlos III, gran entusiasta de las ciencias naturales, quizá se interesó por conocer esta noticia no tan novedosa. Por todos es conocida la historia de la burgalesa Eugenia Martínez Vallejo, “la niña monstrua de los Austrias”, cuya fisonomía conocemos gracias a los retratos que Juan Carreño de Miranda le hizo por encargo de Carlos II. 


Los médicos, después de un pormenorizado análisis, dictaminaron que siendo sus proporciones normales y su aspecto saludable, la niña carecía de cualquier signo de monstruosidad. Su desarrollo extraordinario era genético a decir de las conclusiones a las que llegaron los galenos y que rezan en la noticia que publicamos: la “grosura no procede de monstruosidad, sino de robustez y buena complexión de sus padres; lo cierto es, que estos manifiestan mucha sanidad, y confiesan que siempre han sido enemigos de manjares nocivos y licores ardientes.” 
 
Cuatro años más tarde, a las 12 y 40 minutos de la noche del sábado al domingo 14 de diciembre de 1788 abandonaba éste mundo el piadoso, feliz y augusto Carlos III de España, el “mejor alcalde de Madrid”. 
 
El 20 de diciembre su hijo, el napolitano Carlos Antonio Pascual Francisco Javier Juan Nepomuceno José Januario Serafín Diego de Borbón, es proclamado rey. Nada vamos a destacar de su reinado porque hubo cosas buenas y otras que mejor no recordarlas. Sólo recuperamos una de las tantas demostraciones que se hacían en aquel siglo de invenciones.  
 
Lunardi y su globo 
Escasos cuatro años llevaba en el trono Carlos IV cuando un globo atravesaría el cielo madrileño. En el Diario de Madrid del domingo 5 de agosto de 1792 aparecía el siguiente aviso: 
El Rey nuestro Señor (que Dios guarde) se ha servido señalar la tarde del domingo 12 del presente mes de Agosto de 1792 (si el tiempo lo permitiere), y conceder el jardín del Real Sitio del Buen Retiro, para que en él se pueda echar el Globo Aereostático, que su Real piedad a dado a los Reales Hospitales General y Pasión de esta Corte, con piadoso fin de que el producto de la venta de boletines se emplee en la curación de los pobres enfermos de dichos Hospitales. 
 
Y el tiempo permitió que aquel domingo 12 de agosto, con la mayor tranquilidad y sosiego, se llenase el globo de Vicente Lunardi que estaba anclado en medio del parterre de El Buen Retiro. Las bandas de música de los tres regimientos de Infantería amenizaron la espera de la multitud allí reunida. 
 
A eso de las cuatro de la tarde se fueron quitando los toldos que cubrían por el este a la pintoresca nave, que permanecía sujeta por medio de sogas. A las cinco y media de la tarde aparecieron el príncipe de Asturias y demás personas reales, momento en que el globo, después de los controles necesarios, fue colocado en lo alto del parterre, cerca de las regias personalidades. 

 


A las seis menos cuarto, con viento de sudeste, soltaron las sogas y el aparato se elevó majestuosamente con Lunardi subido en su pequeña galería, que no era otra cosa que una especie de sofá con su respaldo. Con amaneramiento y boato manipulaba con una mano las cuerdas de seda y con la otra enarbolaba una bandera. Más tarde, a una altura considerable, tomó otra bandera e hizo señales con ambas, arrojándolas al vacío, primero una y luego la otra. Según las crónicas, tardaron cinco minutos en llegar al suelo. A las siete menos cuarto el globo se había perdido de vista y más tarde aterrizaría en Daganzo. 
 
Por disfrutar de aquel espectáculo, los madrileños pagaron 24 reales/vellón por las sillas de primera línea y 20 por las de segunda; 16 por los asientos de banco situados en diferentes puntos del jardín, y 4 para los boletines de entrada que quedaban de pie. Estos boletines (entradas) se podían comprar según su categoría y con días destinados para unos u otros. Así, los de primera se vendieron en la Contaduría del Hospital los días 9, 10 y 11 por la mañana, de 8 a 12 y por la tarde, de 3 a 7. Los demás podían adquirirse desde el día 6 hasta el 11 en la librería de Manuel Barco (Carrera de San Jerónimo), y en la confitería de Nicolás Zalles, frente a las Cuatro Calles (Canalejas). 
 
En total, con las entradas más algunas donaciones y los 2 reales que se cobraron los días previos en la exposición del globo y su «aparato químico», se obtuvieron para el Hospital la cantidad de 1.040.372 reales de vellón. 
 
Como era de esperar, el gracejo madrileño de los poetas populares no tardó en dedicar sonetos, décimas y tercetos al capitán volador. 
Nos los puentes de Vivero, 
Y el Arroyo Briñigal, 
A vos Eolo imparcial 
Reclamamos el dinero 
Que el asombroso Remero 
Lunardi, nos usurpó; 
A las aves excedió, 
Admiró a todo Madri, 
Y aunque pasó por aquí 
El Portazgo no pagó. 
 
Y con esta locura dieciochesca vuela el tiempo hasta un nuevo siglo, hasta el fascinante Madrid decimonónico, con sus revoluciones y su ambiente literario.  



 

 

 

 

 

Eduardo Valero García

 

Este artículo contiene fragmentos de texto del libro Historia de Madrid en pildoritas   ISBN: 978-84-16900-81-7 (2018) Editorial Sargantana

 


No hay comentarios: