4 de diciembre de 2020

Primero Carlos que Rey

Por Carolina Molina

 

    Las referencias a Carlos III en Madrid son numerosas. Estatuas, monumentos, inscripciones…Todos los madrileños le han considerado durante años su mejor alcalde por haber embellecido y modernizado su ciudad, pero ¿realmente conocen quién era Carlos de Borbón y Farnese? ¿Qué hombre vivía tras la cara bonachona que todos los pintores le otorgaban en sus cuadros? ¿Era Carlos III tan frío y regio como se representa en sus estatuas?

    Carlos de Borbón, el tercero de su nombre en España, tuvo una personalidad muy peculiar, propia de un personaje de novela. Nacido el primer hijo de la segunda esposa de Felipe V, la magnífica y portentosa Isabel de Farnesio, no iba destinado a ser rey, sin embargo lo fue primero de las dos Sicilias y luego de España. Llegó al mundo en el destartalado y gélido Real Alcázar de Madrid, allá por el 1716, dieciocho años antes de que este ardiera, consumiéndose a cenizas. Tuvo, por tanto, don Carlos, el honor de ser el último rey en nacer en el alcázar. 

    Publicó la Gaceta de Madrid en el día de su nacimiento, que la reina había dado a luz a un niño robusto y hermoso, entre las tres y las cuatro de la madrugada, calificativos que difícilmente le serían dedicados una vez convertido en hombre adulto, debido a sus facciones desproporcionadas y excesiva delgadez. 

    Ya desde su más tierna infancia tuvo una personalidad dulce, moldeable, de profunda obediencia, virtudes que su madre supo aprovechar para orientarlo hacia la escena política. Es de imaginar que su enseñanza la supervisara meticulosamente la reina debido a los frecuentes ataques de enajenación que padecía su padre, Felipe V. La demencia que sufrió el rey, también desarrollada en alguno de sus hermanastros, amenazaba al joven Carlos que siempre se afanó por demostrar madurez y razonamiento suficientes. Con todo, siempre fue consciente de la posibilidad de heredar la locura, que, según dicen, combatía manteniéndose ocupado con los asuntos de estado y las cacerías diarias. 

    Aprendió muy pronto las disciplinas necesarias para un infante, supo de geografía, historia sagrada y profana, táctica y náutica, dominando varios idiomas, el francés y el italiano, como era de esperar, y más tarde hasta el alemán, solo por dar gusto a la reina. 

    Su infancia y mocedad fue, como decía Pedro Volpes «dechado de dulzura y mansedumbre» llegando a manifestar que de tener algún sobrenombre prefería, con mucho, el de llamarse «Carlos, el Sabio». 

    Aquel niño estudioso y observador se convirtió, pasados los años, en un hombre modélico, tolerante en lo humano pero riguroso en lo político. Hacía cuanto le decían sus padres, aceptaba de buen grado las órdenes y no mostraba desinterés. En las numerosas cartas dirigidas a los reyes, siendo ya hombre, se observa un recato extremo casi rozando la mansedumbre, todo lo acata sin reservas y muestras poca o ninguna iniciativa. 

    Carlos se va haciendo mayor y desarrolla un carácter tibio, casi inexpresivo, pero siempre pendiente de las necesidades de quienes le sirven. Su frase «Primero Carlos que rey» la seguirá a pies juntillas, siempre con la convicción de que ser rey era también ser un dios, pues origen divino tenía. 

    En sus horas libres, el joven Carlet (o Carletto) como le llamaba su madre, se entretiene con manualidades, dando rienda suelta a su meticulosidad. De ahí salen piezas talladas en madera y con el tiempo, la colocación rigurosa de las piececillas del Belén napolitano que tanto gustó en su familia cuando vivía en Italia y que al llegar a España, su esposa, introdujo en nuestra cultura cotidiana. Hoy no podemos imaginar una Navidad española sin belenes. 

    Su biógrafo oficial, el sexto conde Fernán Nuñez, Carlos Gutierrez de los Ríos, describió sobradamente el aspecto que tenía nuestro rey. A él le debemos conocer los detalles más íntimos y curiosos de su personalidad. Decía Fernán Nuñez que Carlos III «era de una estatura de cinco pies y dos pulgadas, poco más. Bien hecho, sumamente robusto, seco, curtido, nariz larga y aguileña. Había sido en su niñez muy rubio, hermoso y blanco, pero el ejercicio de la caza le había desfigurado enteramente, de modo que cuando estaba sin camisa parecía que sobre un cuerpo de marfil se había colocado una cabeza y unas manos de pórfido». 

    Esta imagen del Carlos activo, curtido por el tiempo al aire libre y cazando, ha desvirtuado la realidad, pues era hombre con inquietudes muy poco físicas y que se entregaba a los paseos como medio de combatir la melancolía. Decía Antonio Domínguez Ortiz que sus cacerías eran más bien de observación, de asentamiento y avistamiento, sin que mediara correría ni grandes ajetreos. 

    «Su fisonomía ofrecía dos efectos opuestos, decía su biógrafo, la magnitud de la nariz ofrecía a la primera vista un rostro muy feo, pero pasada esta primera impresión sucedía a la primera sorpresa otra aún mayor, que era la de hallar en el mismo semblante que quiso espantarnos, una bondad, un atractivo y una gracia que inspiraba amor y confianza». 

    Todo demuestra que los pintores que lo retrataron lo describieron muy bien. Feúcho y desgarbado pero con sonrisa bonachona. Cuando casó, llegado el tiempo, con su querida María Amalia de Sajonia, que tampoco era mujer agraciada, se convirtieron ambos, según dijo un poeta de la época, en «el matrimonio más feo del mundo». 

    Carlos era de natural bueno. Casi nunca se enfadaba, ni siquiera con sus sirvientes, que habiendo hecho alguna incorrección contra él y llamados al orden, alentaba a no castigarles con dureza afirmando que «ellos lo sentirían más que él». Era educado y si con alguien hablaba, se quitaba el sombrero. No era caprichoso en el vestir, más bien lo contrario. Si le obligaban a engalanarse para alguna fiesta, todo lo más aceptaba ponerse una chupa con botones de diamantes y cuando el acto terminaba corría a cambiársela por una vieja pero más acorde a sus necesidades. Decían que no admitía los cambios y cuando había de renovar su fondo de armario, acumulaba la ropa vieja con la nueva, mirando la usada cada día hasta asimilar, irremediablemente, que habría de tirarla. 

 


    La palabra economía le interesaba mucho, no en vano era un hombre del S XVIII, y en esa economía, no solo de dinero, encontraba placer aplicándola a su vida diaria, en sus costumbres rigurosas, en el ahorro del tiempo y en tener todo cuando hacía bajo la más estricta vigilancia y control. 

    Su vida era un ejemplo de agenda bien cumplida. Se levantaba a las seis menos cuarto de la mañana. Después de rezar como una hora, se lavaba y vestía junto a su cirujano, su médico y boticario, para luego desayunarse una jícara de chocolate en la manera en que se explicará más tarde, con escrupulosa reiteración de movimientos. Pasaba más tarde a oír misa. Luego visitaba a sus hijos y a las ocho empezaba a trabajar hasta las once. Al terminar hablaba con el Príncipe de Asturias, su hijo, y también con su confesor, el padre Eleta, al que quiso hasta su muerte. Comía a las doce, rodeado de sus allegados haciendo el paripé de descascarar el huevo. Tras el besamanos del final de la comida salía a cazar, si era invierno o se disponía a la siesta, si era verano. Anocheciendo recibía a sus ministros. Antes de la cena, que sería a las nueve y media de la noche, jugaba un rato al revesino. Cuando ya llegaba el momento de irse a su cámara privada dedicaba un rato al rezo, quedando dormido a las once de la noche. Todo esto lo hacía invariablemente cada día. 

    La misma disciplina desarrollaba en sus viajes a lo largo del año. Este rey madrileño y que cambió la imagen de Madrid hasta convertirla en corte europea, le dedicó a su ciudad muy poco tiempo. La necesidad de aislarse de la corte y sus intrigas y la querencia por la caza suscitaba en Carlos III la necesidad de acercarse a lugares con campo abierto, por lo que, mirado con reflexión, sería en la corte madrileña donde menos meses viviera. 

    Cada año empezaba, don Carlos, una actividad viajera envidiable. El día siguiente a Reyes, el día 7 de enero, viajaba a El Pardo, permaneciendo allí hasta el Domingo de Ramos. El Miércoles Santo volvía a salir hacia Aranjuez quedando en su palacio hasta junio. Regresaba a Madrid y allí permanecía todo el mes de julio para luego emprender viaje hacia La Granja de San Ildefonso, donde pernoctaba hasta octubre. Acabado este periodo, con alternancias en El Escorial, continuaba sus labores regias en Madrid hasta cumplirse el día de Reyes y vuelta a empezar. 

 


    Para un psicólogo actual sería muy fácil diagnosticar el perfil de este rey minucioso y con obsesividad compulsiva. En sus costumbres diarias era implacable. Tomaba su jícara de chocolate de dos en dos sorbos sin que variara ni una sola vez, nunca pasándose del primer trago de la corona real que aparecía en cada taza o vaso. También daba los mismos golpes sobre el huevo pasado por agua con el fin de descascararlo de igual manera aunque aceptaba de buenos modos la extravagancia de la corte de ser observado mientras esto hacía asumiendo después con gesto bonachón los aplausos de sus súbditos. 

    Don Carlos reflexionaba para sí «¡Con qué poco se conforman!», mostrándose bondadoso y aceptando las modas, que eran sobrias, comparadas con las que impuso su padre con el gran Farinelli. 

    Otra de sus manías era la puntualidad. Si quedaba con sus ministros a las diez, pongamos por caso, y llegaba al despacho cinco minutos antes, quedaba con la mano puesta sobre el manillar de la puerta hasta que los relojes dieran la hora exacta y entonces pasar a despachar los asuntos del día. 

    Era, como es de imaginarse, cuidadoso en elegir a sus hombres de confianza, quedando más complacido si estos ya habían demostrado su fidelidad. Por esta razón se trajo a España a unos cuantos ministros italianos, también arquitectos, que demostraron su buen criterio y obediencia; de entre todos ellos, los más célebres el Marqués de Esquilache y Francesco Sabatini. El primero, aunque le sirvió bien, no supo valorar el carácter español y con sus leyes protectoras y prohibitivas provocó un motín, famoso por iniciarse a raíz del impedimento de vestir capas largas y chambergo. Esta revuelta, que dio en llamarse Motín de Esquilache, reclamó de Carlos III su más tolerante decisión. Los amotinados, llegados al Palacio Real, exigieron al rey una serie de medidas, entre ellas la revocación del edicto de las capas y sombreros, a lo que el monarca, tras reflexionar, convino en aceptar sumisamente. Con su consentimiento, Carlos III, evitaba una revuelta aún mayor y una cruel carnicería. Muy posiblemente fue el único rey hasta nuestra modernidad que se rebajara a aceptar las condiciones de su pueblo. Humillación debió ser, eso no se discute, pero con todo, don Carlos, supo asumirlo y continuar su reinado usando la mano izquierda, a partir de entonces. 

 

 

    El segundo de sus hombres de confianza, Sabatini, arquitecto de los mejores, convirtió a Carlos III en piedra, simbolizándolo para la posteridad en magníficos monumentos, hoy vinculados a la ciudad de Madrid. La actual Puerta de Alcalá será el ejemplo más destacado de obra ilustrada, sin olvidarnos todas aquellas instituciones que impulsó el propio monarca para modernizar Madrid: El Real Gabinete de Historia Natural (germen, entre otros museos, de lo que sería El Museo del Prado), El Real Observatorio, las Sociedades de Amigos del País, el Real Jardín Botánico…Se podría decir que Madrid fue tomada por Carlos III y le dio la vuelta como un calcetín, de ciudad del «agua va» pasó a ser una de las más avanzadas de su época tras alcantarillarse, iluminarse y decorarse. 

    Carlos III fue un hombre de única política y única religión, como él decía, pero también de una única esposa. Muy al contrario de lo que exigían las costumbres reales del momento, se debió a una sola mujer y cuando esta murió se negó a casarse. 

    María Amalia de Sajonia fue un impedimento al que se consagró con sumisión, como todo lo que hacía el joven Carlos. Sabiéndose a punto de entregarse al matrimonio se atreve a decir a sus padres: «Pongan cuidado al elegir, no vayan a labrar mi desventura». Los reyes, sin embargo, eligieron bien. Una niña de trece primaveras que firmaba en las cartas como Amalie y que sería, a lo largo de tantos años, su amada esposa. Cuando se casaron, Carlos tenía 21 años, la diferencia de edad era considerable pero sabemos por las cartas que no fue impedimento en la noche de bodas, manifestando el joven rey a su querida madre Isabel de Farnesio, que lo llegaron a hacer hasta dos veces. Desvelar dato tan íntimo solo puede indicarnos la confianza y la fe ciega que tenía por su madre. 

    Con todo, la niña Amalie, resultó más robusta que su marido. Ya al conocerse se comentaba la estatura de ella, sobrepasando a la don Carlos en unos cuantos centímetros. Muy pronto vinieron los primeros partos, algunos malogrados como era frecuente, pero llegó a tener hasta trece hijos vivos que le dejaron sin dentadura y agriaron su carácter. Con ella lo compartía todo, las cacerías a campo abierto, los cigarros y también el dormitorio. Actividades poco corrientes en los matrimonios de su época. 

    Cuando murió, apenas dos años escasos de la llegada a España, dejó en su fiel esposo un hondo pesar. «Es el primer disgusto que me ha dado en veinte años», aseguró Carlos III. Por mucho que su madre, la Farnesio, le pidió meses después que pensara en volverse a casar, el rey se negó y cumplió su promesa hasta el final de sus días. 

     Carlos III vivió congruente con su pensamiento y decisión política. Como manifestara más de una vez, antepuso ser Carlos a ser rey. 

 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Carolina Molina
El artículo fue publicado en el blog Cita en la glorieta en 2016 
 
 

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