Si hay algo con lo que se puede identificar a Madrid es con el teatro. En los corrales o patios de vecinos donde se guardaba el ganado surgió, en el último tercio del siglo XVI, un teatro tan dinámico, divertido y popular, que encandiló a los habitantes de la villa y no tardó en extenderse al resto de la península, a los dominios españoles de América y al resto de Europa. No es exagerado decir que en Madrid se “inventó” el teatro moderno occidental, gracias al dinamismo que Lope de Vega le imprimió.
Poco después de establecer la corte en Madrid, en 1565, Felipe II autorizó a las Cofradías de la Pasión y de la Soledad a que buscasen lugares fijos donde hacer representaciones teatrales. No lo hizo guiado por amor al teatro, sino con el fin de que subvencionaran hospitales con parte del precio de las entradas, lo que se conocía como la sisa.
En los corrales o patios de Madrid ya se representaban farsas, pasos, entremeses y otras obras, pues la forma rectangular de esos espacios facilitaba que, en uno de sus extremos, se colocase un tablado donde los cómicos pudiesen actuar.
Las Cofradías de la Pasión y de la Soledad se limitaron a habilitar estos corrales para hacer representaciones permanentes, y se los denominó “corrales de comedias” porque, de alguna forma, conservaban su estructura original.
Los balcones de las casas que daban al corral se convirtieron en aposentos (las entradas más caras, donde la nobleza y el alto clero veían la representación ocultos tras celosías). Los desvanes o tertulias estaban en el segundo piso, debajo del tejado, y solían ser ocupados por religiosos e intelectuales. En los laterales y mitad delantera del patio se instalaron bancos corridos, que solían ocupar artesanos y comerciantes. La mitad trasera del patio, separada de los bancos por una viga denominada el “degolladero” por estar situada a la altura del cuello, la ocupaban los más humildes: los mosqueteros (se denominaba así a los artesanos, criados, soldados y comerciantes modestos, que armados con pitos y otro objetos ruidosos decidían el éxito de la obra).
Para las mujeres, que tenían una entrada separada, se construyó un espacio en el primer piso, frente al escenario, denominado la cazuela; se dice que sus murmullos semejaban el burbujear de un líquido hirviendo. Justo debajo de la cazuela estaba la alojería, en la que se vendían bebidas y tentempiés para consumir durante la representación. La aloja era una bebida muy popular en la época, que se hacía con agua, miel y especias, y con frecuencia, contraviniendo la legislación, se mezclaba con vino.
Los dos espacios teatrales que más relevancia tuvieron en esa época fueron el Corral del Príncipe y el de la Cruz. Comencemos por la historia del primero. A Isabel Pacheco le compraron un corral que primero se denominó Corral de la Pacheca y posteriormente del Príncipe por estar situado en la calle del mismo nombre. La primera representación se llevó a cabo el 21 de septiembre de 1583 y, desde entonces, no ha dejado de hacerse teatro en ese lugar. En el siglo XVIII, después de las obras que lo convirtieron en un teatro a la italiana, pasó a llamarse Coliseo del Príncipe y en 1839, tras un incendio y su posterior reconstrucción, pasó a denominarse Teatro Español. Pero el escenario ha permanecido en el mismo sitio durante todos estos siglos, por lo que se puede decir que el lugar de representación más antiguo del mundo es el hoy denominado Teatro Español.
El Corral de la Cruz, situado en la calle del mismo nombre, fue inaugurado en fechas similares. Se derruyó en 1859 pero cerca de la plaza del Ángel ―en el lugar que ocupaba el corral―, hay una placa y una pintura conmemorativas.
Madrid era una villa modesta que, al ser declarada Corte, acogió en pocos años a gentes procedentes de toda la península y aún de Europa, beneficiándose del sincretismo cultural que estos nuevos vecinos aportaron. Por las calles de su Barrio de las Letras, también llamado de las Musas o de los Comediantes, deambularon, en el Siglo de Oro, asombrosos dramaturgos como Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Miguel de Cervantes, Guillem de Castro, Ruiz de Alarcón, Vélez de Guevara, etc. que, junto con los sobresalientes cómicos que también vivían en ese barrio o lo frecuentaban ―la casa de ensayos estaba situada en la calle de las Huertas― construyeron uno de los teatros más importantes de la cultura occidental.
El espíritu de todos estos dramaturgos y cómicos pulula aún por el barrio de las Letras. En la antigua calle Cantarranas (llamada hoy calle de Cervantes) está la casa donde vivió Lope de Vega, el poeta de comedias que dinamizó la escena dividiendo las obras en tres actos (planteamiento, nudo y desenlace) y mezclando lo trágico con lo cómico. Cerca, en la antigua calle Francos (hoy llamada calle de Lope de Vega), está la casa donde vivió Cervantes los últimos años de su vida. Haciendo esquina con su casa estaba el mentidero de la calle del León, donde los cómicos se reunían para averiguar qué obras se iban a representar, cuales se estaban escribiendo, si había en ellas algún papel que se acomodara a sus características y ¡cómo no!, para chismorrear.
Cervantes, un enamorado del teatro, se asomaba al balcón para verlos y escucharlos platicar. Una placa colocada en uno de los laterales de su casa recuerda este Mentidero de Cómicos. Cervantes, además de ser un genial novelista, tuvo la vocación de escribir teatro, aunque pocas de sus obras llegaron a ser representadas. De no haber coincidido con dramaturgos tan brillantes como Lope de Vega, al que tanto admiraba, hubiera recibido sin duda más consideración en este terreno.
En la calle Cantarranas vivió también uno de los más grandes cómicos de aquel tiempo: Juan Rana, un hombre deforme y de corta estatura, pero un verdadero genio de la interpretación. Otros cómicos como María Riquelme, Agustín de Rojas Villandrando ―autor y comediante―, Alonso de Olmedo, La Baltasara, Jusepa Vaca o María Calderón etc. también vivieron o frecuentaron el barrio de las Letras.
Aunque en la mayoría de los países de Europa los papeles femeninos eran representados por hombres, en España, el 17 de noviembre de 1587, el Consejo de Castilla autorizó la presencia de actrices en los escenarios. Aunque con dos condiciones: “que estuviesen casadas y acompañadas por sus cónyuges, y que las dichas actrices siempre representasen en hábito de mujer”.
Los empresarios se apresuraron a contratar mujeres representantas creyendo, no sin razón, que su actuación atraería al público y daría mayor veracidad a los textos. Sirva de ejemplo que pocos días después del edicto, el empresario Jerónimo Velázquez otorga un poder a su yerno, Cristóbal Calderón, para que en su nombre pudiera buscar en cualquier lugar actrices casadas para poderlas incorporar a su compañía, trayéndolas a su costa.
Muchas cómicas contrajeron matrimonios de conveniencia (en algunos casos con mariones, que era como se conocía a los homosexuales), y hubo frecuentes denuncias a actrices solteras por subirse al escenario. Lo de no representar en traje de hombre se cumplió aún menos, basta leer las obras de la época para comprobarlo.
Las actrices de los siglos XVI y XVII, que por su oficio usualmente sabían leer y escribir y se codeaban con intelectuales, fueron muy admiradas en la época tanto por las clases altas como por las populares, al igual que sucedía con los actores. La Iglesia no permitía que los cómicos fueran enterrados en sagrado y aprovechaba cualquier pretexto para prohibir las representaciones, por considerarlas pecaminosas. Por otro lado, había muchos religiosos fascinados por el teatro, y era frecuente que se hiciesen representaciones privadas en conventos y monasterios, al igual que en casas de nobles y en el Real Alcázar.
Paralelo al teatro popular, surgió otro de corte que, al disponer de más medios económicos, utilizó vestuario y decorados tan sofisticados, que causarían admiración hoy en día.
El lago del Retiro fue usado para hacer “naumaquias” o batallas de barcos y para representar obras de teatro, óperas y zarzuelas sobre barcas y en la islilla que entonces había en medio del estanque. Cuando se terminó el Palacio del Buen Retiro, se construyó en él un Real Coliseo para representaciones cortesanas de gran magnificencia.
En aquella época se formó la estructura teatral que ha llegado prácticamente hasta nuestros días: directores (el jefe o jefa de la compañía solía encargarse de dirigir la obra y recibía el nombre de “autor”, aunque no la hubiese escrito), actores, músicos, bailarines, carpinteros, apuntadores y acomodadores (entonces llamados apretadores porque “apretaban” al público para que cupiese más).
De Madrid partieron compañías que llevaron el teatro a todos los corrales de la península, donde a su vez surgieron otros dramaturgos y cómicos que hicieron del teatro español uno de los más grandes de Europa.
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