1 de diciembre de 2020

Madrid y Carlos V

Por Víctor Fernández Correas


     Se puede decir sin vacilación alguna que el emperador Carlos V no tenía ninguna gana —ni prisa— de pasarse por Madrid; de hecho, no lo hizo hasta su segundo viaje —viajaba más que el baúl de la Piquer, por si no lo sabíais—. Había otros sitios de su interés por entonces, como Valladolid. Nada de Villa y Corte. Un pueblo manchego más. 

    Y no fue por falta de tiempo en su primera visita, cuando vino por aquí para ceñir la corona que venía reclamando por creer que su madre —la reina Juana— estaba más para allá que para acá —un ardid como otro cualquiera—; que desde que llegó a Tazones en septiembre de 1517 y embarcó en La Coruña en mayo de 1520 camino de nuevo de Flandes, pasaron casi tres años. Pues no. 

    La primera visita tuvo que esperar hasta noviembre de 1524; repitiendo visitas —siempre esporádicas, y por aquello de tener al rey de Francia, Francisco I, de estancia en Madrid con los gastos pagados después de lo de Pavía— en 1525, 1526 y 1527. Pero gustarle, le gusto. 

    Sí que le gustó, sí. Era aquel un Madrid rodeado de bosques con excelente caza —El Pardo, en especial. «En el que tiene mucha caça y toma mucho plaçer», refieren las crónicas—, de ahí que pidiera la restauración y ampliación del Real Alcázar —dañado en la guerra contra los Comuneros— como alojamiento. 


 

    Le gustó, sí, insisto. En especial, después de contraer matrimonio con Isabel de Portugal —fallecida en 1539—, donde dio a luz a su hija María, en 1528, y también al infante Fernando, en 1529, que sólo sobrevivió unos meses; y asimismo a su hija Juana, en 1535, tras establecer la Corte de nuevo en Madrid mientras el emperador se iba a guerrear a Túnez. Un lugar apetecido por su esposa e incluso por él mismo, al ser un paraje sano en especial por sus aguas y sus aires secos y ventilados. 

    Madrid. Un total de diez estancias en casi quince años. Que dejó en 1543 —un 9 de febrero, y sin saberlo en ese momento— para no regresar jamás, a pesar de que, hasta su muerte en el monasterio de Yuste en 1558, no dejó de visitar los distintos territorios que conformaban su imperio. 

    Pero de su estancia en Madrid quedan muchas curiosidades. Como, por ejemplo, el nombre de la única plaza que no lleva nombre como tal en la capital: la Puerta del Sol. Son muchas las teorías que circulan al respecto, pero una de ellas hace referencia al levantamiento de los Comuneros en aquella España contraria a un rey extranjero y manirroto —demasiados conflictos internos y externos, demasiado dinero para costearlos—. Una España de hambre y miseria —cuándo no lo ha sido—. Como defensa ante las tropas comandadas por Juan Bravo, Francisco Maldonado y Juan de Padilla, Madrid fue fortificada con una gran muralla y un foso para protegerla de sus ataques. Y es aquí donde se cuenta que una de las puertas de acceso a la ciudad estaba en el lado este de la plaza, por donde sale el sol. Una especulación más de las tantas que sirven para explicar de dónde viene tal denominación. 

    Porque la vida de Carlos I de España y V de Alemania está unida a Madrid de manera indisoluble a partir de la figura de su íntimo enemigo Francisco I, rey de Francia, con quien se las tuvo tiesas durante buena parte de su reinado. Escaldado y dolido por haberse quedado sin el trono imperial, al que también optaba Carlos —la historia ya sabemos todos cómo terminó—, el francés no cejó de tocarle las narices una y otra vez allí donde pudiera. En especial, en Italia. Fue allí, en Pavía, en 1525, donde un soldado vasco llamado Juan de Urbieta —con calle propia en Madrid, cerca de la basílica de Atocha, por si no lo sabíais— lo apresó para gozo del emperador. Luego está el jaleo de dónde permaneció preso, aunque dadas las condiciones de las que gozó, considerarle como tal casi —y sin casi— se puede considerar una afrenta, hasta la firma del Tratado de Madrid, cuyo contenido quedó —como siempre que andaba Francisco I de por medio—en agua de borrajas. La tradición cuenta que estuvo alojado en la Torre de Lujanes, en la Plaza de la Villa —como primer acomodo. La leyenda lo ha eternizado como tal—, aunque también hay constancia de que permaneció algún tiempo en el Palacio de los Vargas y en el mismo Alcázar. 

 


 

    Por cierto, la última curiosidad: ¿sabíais que el emperador Carlos V y su heredero, Felipe, estuvieron a punto de marcharse para el otro barrio por culpa de unas fiebres? Días y días de calenturas, de que los médicos los vieran con peor cara que los pollos de algunos supermercados, hasta que a oídos de la emperatriz Isabel de Portugal llegó el rumor de que el agua que manaba de la fuente de San Isidro era milagrosa; agua que —según la tradición— brotaba de la peña por la que aquel santo abrió una abertura con la ayuda de la vara con la que conducía a sus bueyes. Días después de beber aquella agua, tanto padre como hijo se recuperaron de las calenturas que los atormentaron durante días. En prueba de agradecimiento, la emperatriz ordenó —1528—que se le levantara una ermita en el lugar donde brotaba la fuerte; ermita que fue restaurada en 1725, y que es la que ha llegado hasta nuestros días. 

 


 

    Si os acercáis hasta allí, sobre el caño de la fuente por la que sigue manando la que se dice que es agua milagrosa, podréis leer la siguiente inscripción: 

«O ahijada tan divina como el milagro enseña
pues sacas agua de peña, milagrosa y cristalina,
el labio al raudal inclina y bebe de su dulzura.
 
Que San Isidro asegura que si con fe bebieres
Y calentura trujeres volverás sin calentura». 

 

©Víctor Fernández Correas
 
 

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