Por Eduardo Valero García
Poco tiempo llevaba Benito Pérez Galdós en Madrid cuando comenzó a explorar sus calles, sus plazas y todo aquello que le ofrecía un conocimiento claro y certero de la sociedad madrileña y su entorno. Observador incansable de todo cuanto veía, sumaba a su aprendizaje lo que se contaba en los cafés, mercados y otros comercios.
Tal era su interés en todo lo aportado por esta villa que claramente lo expresó en su primer año como colaborador de La Nación. Bajo el título de «Desde la veleta», publicado el 29 de octubre de 1865, el joven periodista escribirá:
Qué magnífico sería abarcar en un solo momento toda la perspectiva de las calles de Madrid […] ¡Cuántas cosas veríamos de una vez si el natural aplomo y la gravedad de nuestra humanidad nos permitieran ensartarnos a manera de veleta en el campanario de Santa Cruz que tiene fama de ser el más elevado de esta campanuda villa del oso! ¡Cuántas cómicas o lamentables escenas se desarrollarían bajo nosotros! ¡Qué magnífico punto de vista es una veleta para el que tome la perspectiva de la capital de España!.
Es indudable que aquella primitiva idea se materializará más tarde en su extensa obra literaria y también en su colaboración para el diario La Prensa, de Argentina, durante la última década del siglo XIX. De estas colaboraciones, recuperadas por Alberto Ghiraldo y publicadas en 1923, extraigo las observaciones del escritor sobre la sociedad madrileña. Aparecen en el primer volumen de Benito Pérez Galdós (Obras inéditas), bajo el título de Fisonomías Sociales. Se divide en dos bloques: Ciudades de España y Observaciones de ambiente, centradas estas en la sociedad madrileña.
«¿Qué Madrid este! Y, sin embargo, siempre tan alegre y divertido. Es la ciudad de la perpetua Pascua y de la feria constante».
La visión de Galdós sobre usos y costumbres de la sociedad, incluso de la propia ciudad, se presenta al lector argentino en artículos ilustrativos o críticos, con explicaciones que le convierten en un cronista preciso de lo que ocurre en la capital de España. Es igual de explícito para el madrileño del siglo XXI que se asombra constantemente al comparar, al identificarse con sus antecesores, porque todo lo contado por Galdós continúa vigente aún con las diferencias marcadas por el avance de los tiempos.
Abastecimiento de Madrid
«La vida no es barata en Madrid, si bien no es tampoco tan dispendiosa como algunos sostienen».
Eso era cierto, y continúa siéndolo; sin embargo, y a pesar de ello, indicaba que la ciudad era «uno de los mejores mundos posibles»; una de las capitales donde mejor se comía gracias a sus mercados. «Madrid ocupa el centro al cual, por diferentes radios, afluyen los productos todos de las distintas zonas de la península».
Dice que en lo arquitectónico los mercados no tenían nada que admirar. Salvo los de hierro, refiriéndose a los de Mostenses y la Cebada, los demás eran antiguos, estrechos, mal organizados y carentes de higiene; aún así, valora lo bien surtidos que estaban.
Los transportes encarecían un poco el precio, pero en los mercados de la villa y corte no faltaban productos de todas las regiones de España; tampoco los provenientes de la huerta madrileña. Galdós asegura que la tierra de Madrid era fértil, aunque tuviera fama de estéril.
«Las hortalizas que Madrid come se crían en los huertos del Manzanares y en la fértil ribera del Jarama. Esta provincia tiene fama de estéril, y no lo es seguramente. Los que sólo conocen de ella las colinas arenosas que rodean a la capital, ignoran que posee, fuera de nuestra vista, terrenos de superior calidad. Los de Villaviciosa de Odón y Navalcarnero son, realmente, fecundísimos, y toda la orilla del Jarama es de lo más hermoso y rico que poseemos. En esta provincia y en los términos de la Villa del Prado, de San Martín, de Valderigarias (Sic) y de Navalcarnero se crían esas incomparables uvas alvillo, que no tienen rival en el mundo por su delicada dulzura. Hacia Chinchón, en el celebrado Añover de Tajo, y en toda la ribera del Jarama, se producen los melones de la tierra, superiores a los de Valencia y a todos los melones conocidos. Arganda es gran productora de vino, y, por último, Aranjuez, donde están los lindes de esta provincia con la de Toledo, es una zona de admirable poder agrícola. De aquel riquísimo aluvión salen las fresas, que no tienen competencia por el aroma y la finura, los espárragos gruesos, las ensaladas y otras peregrinas especies que alcanzan subido precio al principio de la primavera».
Cita todos los productos que se recibían de provincias; su origen y excelente calidad, fueran estas carnes, pescados, lácteos, quesos o los pavos procedentes de Segovia y León para la Nochebuena. Incluso los productos extranjeros tenían su lugar: «Existen aquí casas dedicadas exclusivamente al comercio de comestibles extranjeros, y hace muy buen negocio».
Habla también de los vinos, del pan y de la calidad del agua.
«Es fama que a todos los que vienen a Madrid se les desarrolla un voraz apetito; y esto, si acaso es cierto, se debe, al decir de los fanáticos, al agua del Lozoya. Los madrileños sostienen que en ninguna parte del orbe se bebe agua mejor; y creo que tienen razón. Es de una transparencia y delgadez fenomenal. La de las antiguas fuentes apenas existe ya».
Aclara que los extranjeros, al llegar a Madrid «comen igual cantidad de alimento que en otras partes sin tener en cuenta la mayor fuerza nutritiva de los vegetales de este país, suelen verse atacados de un mal que antiguamente se llamó entripado y después cólico de Madrid».
Sobre el cólico de Madrid
Este cólico, también llamado cólico vegetal, provocaba diarreas y dolores espasmódicos de vientre atribuidos a la indigestión por consumo de frutas y algunas hortalizas. Había producido grandes estragos entre 1768 y 1771. En 1894 se sumaba el consumo de bebidas heladas en las botillerías, alojerías y puestos de agua de cebada, como causantes de esta gastroenteritis.
Carnaval
«Del Carnaval antiguo no quedan sino restos, tradiciones que se pierden de día en día en el tumulto de la renovación social».
Mucho había cambiado la sociedad y el festejo carnavalesco estaba convertido en una humana locura. Denunciaba el escritor la falta de originalidad en los bromistas y el poco arte de las caretas, cada vez más imperfectas en la recreación de la fisonomía humana. Los niños que se disfrazaban ya no las usaban. «Sus mamás les dan colorete, o les pintan bigotes con corcho quemado; y la gente de baja estofa, sea por comodidad o por economía, se disfraza la cara tiznándosela con almagre o betún». Añadía que sólo bastaba vestirse de mamarracho «… lo demás lo hacen las borracheras, los gritos, las groserías, la fatiga del baile y del canto».
A pesar de esto, admiraba a los estudiantes universitarios porque celebraban en Carnaval «con fe», organizando comparsas, aunque no tapasen sus caras.
Y le resultaban de interés los bailes infantiles que se realizaban en los teatros: «Se ven preciosidades, figuras monísimas, chulas, majos, incroyables, payasos, arlequines, caballeros a lo Felipe IV, damas a la Regencia, abates, Quevedos, toreros, chisperos, turcos, moros, valencianos, galleguitos, gitanos, magos, toda la historia y todas las razas representadas en figuritas vivas, que podrían ponerse sobre una consola. Se ha despertado verdadera emulación en esto; hay lujo, alardes de ingenio, originalidad, y cada ano las comparsas de niños disfrazados son más numerosas, bellas e interesantes».
Marzo
«Cuaresma y primavera, ayunos y buen tiempo, crecimiento de días y disminución de espectáculos públicos, más paseos y menos veladas, funciones de iglesia, preparativos de las de toros; todo esto y aun algo más nos trae el mes de marzo».
Así era el marzo madrileño, con su tiempo variable, sus vientos, la veneración a San José, los ayunos y el movimiento de pescados en los mercados, propiciado por la iglesia.
Dudaba Galdós de la verdadera penitencia de muchos en los «cuarenta o más días desde la Quincuagésima a la Resurrección». Decía que el arte culinario para esos días era obra de Satanás, inventando recetas gastronómicas hipócritas poco apropiadas para el espíritu de la Ley Sagrada. «En las cocinas de esas casas de penitencia [conventos y monasterios] han nacido las mil donosas invenciones que, en platos de pescado y platos de dulce, envanecen a la culinaria de nuestros tiempos empecatados. La comida de los pobres en Jueves Santo ha sido siempre de las más sibaríticas. Los que se han podido ver palacios episcopales han dado la norma a los palacios de los Reyes, éstos la han dado a las clases aristocráticas, y, por último, las fondas y restaurants, tomando lo bueno de aquí y de allí, aprovechando lo frailuno y lo palatino, han concluido por echar a rodar el dogma».
«Abril nos trae rara vez las alegrías de la primavera, por lo cual todo lo que los poetas han dicho y dicen de este mes, lo tenemos los madrileños por letra muerta».
Nuestro “sport” o la Fiesta Nacional
«Hay que reconocer que lo que más apasiona a la multitud es la fiesta nacional, los toros, el terrible y dramático sport, contra el cual se ha declamado tanto, y que continúa resistiendo a todas las propagandas».
Se continúa hablando de la tauromaquia, enalteciendo unos su arte y criticando otros su crueldad. Ya entonces era tema de controversia y lo que Galdós llamaba "Fiesta Nacional" o "Sport" para otros es Patrimonio Cultural.
«Llega el primer día de toros, y el madrileño neto lo olvida todo, la política y la revolución, el presupuesto y las contribuciones; lo único que puede preocuparle es el estado atmosférico, porque si llueve, adiós fiesta nacional. Todavía no se le ha ocurrido a nadie poner techo de cristales a las plazas de toros; pero día llegará en que esto se intente. Y la afición es de tal modo imperiosa, que hasta se dan corridas amenizadas con chaparrones, y los que aguantan los ardores del sol en los apiñados tendidos, llevan con paciencia la mojadura».
Curiosa observación. En este siglo XXI hubo un proyecto para cubrir la plaza de Las Ventas con una estructura insonorizada. Las obras comenzaron en noviembre de 2012, pero poco duró aquello, en enero de 2013 se hundía.
«Un domingo de toros en Madrid, si el tiempo es bueno y luce con todo su esplendor el sol, en este cielo de incomparable pureza y diafanidad, es el día más bello que puede imaginarse para todo el que no esté atacado de melancolía crónica. No es preciso ir a la plaza para participar del general contento; basta recorrer la Puerta del Sol y la calle de Alcalá para encontrarse dentro de la poderosa corriente magnética. Dentro de la plaza, las emociones son ya delirantes, y por mi parte no encuentro gran placer en ellas». Estas palabras en negrita, comentario de Galdós sobre el espectáculo taurino se repiten:
«Puedo juzgar fríamente este fenómeno de la creciente afición a los toros, porque no participo de ella en manera alguna. En veintitantos años quizá el que esto escribe no ha visto arriba de cuatro o cinco corridas. No entiendo una palabra de tauromaquia; no conozco las suertes, y, generalmente, me aburro tanto en la plaza, que al tercero o cuarto toro ya me es insoportable la función».
Aunque algunos defienden la idea de que a Galdós le gustaban los toros y se aferren al siguiente comentario, deben comprender que está haciendo una labor de periodista y no se compromete más allá de su opinión y un razonamiento lógico:
«Al propio tiempo no soy de los que abominan diariamente de las corridas de toros, ni de los que creen que se pueden y se deben suprimir. El Gobierno que a tanto se atreviera sería arrollado, y si no lo fuera, produciría con la prohibición males mayores que los que intentaba evitar. El toreo ha de existir aún durante mucho tiempo, y es más, conviene que exista. Un pueblo que desde tiempo inmemorial viene divirtiéndose de una manera, no puede divertirse de otra, porque lo mande o lo aconseje el filósofo desde su Gabinete».
Alegrías de la primavera
«El buen tiempo devuelve a Madrid su alegría tras un invierno crudísimo, desdichado y mortífero. Aunque la palabra buen tiempo tiene en el caso presente su significativo convencional, llamemos así a la conclusión do los destemplados fríos de los meses anteriores. El tiempo no es bueno en realidad de verdad, porque hace demasiado calor; pero lo aceptamos como tal, y nos echamos a la calle, ávidos de respirar el aire libre y de ejercitar nuestros músculos entumecidos por un largo y forzado reposo. Mayo es propiamente la season de Madrid, pues en dicho mes llega esta villa a su máximun de animación y bullicio».
A Galdós le llamaba la atención que desde mediados de abril hasta mediados de junio el gasto aumentara de forma considerable: «No sé si hay más dinero en esos meses; pero es indudable que corre más. El comercio menudo ve aumentadas sus ventas, sin duda por la renovación de vestidos que exijo el cambio de estación, y la excitación primaveral determina mayor consumo en el orden alimenticio y de bebidas».
En aquellos tiempos la clase acomodada, y los que podían permitirse hacerlo, se marchaban de vacaciones desde julio hasta septiembre; otros en agosto, mes en el que los que se quedaban estaban a merced de la sartén que era Madrid en verano.
Mayo y los Isidros
Creo recordar que ocurrió en la Navidad de 2005 cuando una avalancha de “Isidros navideños” llegó para ver las luces y colapso la urbe matritense. Desde entonces ocurre cada año, exceptuando este 2020.
Antes los “Isidros” venían principalmente a disfrutar de las populares fiestas del Santo, además de las carreras de caballos y las corridas de toros.
«Desde el 11 o el 12, los trenes de todas las líneas descargan número inmenso de forasteros. Se ha hecho costumbre en España venir a Madrid por San Isidro y las compañías de ferrocarriles, que obtienen en este mes ingresos considerables, estimulan todo lo que pueden la corriente inmigratoria». «Los beneméritos y a veces inocentes Isidros invaden los teatros, se aglomeran delante de los escaparates de las tiendas, recorren los paseos, ocupan en tropel los asientos de los tranvías, se procuran papeletas para ver interiormente ciertos edificios, mostrando singular predilección por el Museo de Historia Natural, el Naval y las Caballerizas reales».
Como es lógico, acudían a la romería de la pradera del Santo y se apiñaban en las esquinas para ver pasar a la reina o a la familia Real cuando salían por las calles.
Los comerciantes hacían su agosto; los empresarios de teatro preparaban espectáculos con graciosas bailarinas, y el Circo ecuestre ofrecía variedad de entretenimientos.
Panoramas madrileños
«La nevada en Madrid es siempre un espectáculo divertido y hay muchas personas que se lanzan impávidas a la calle y se dirigen al Retiro a contemplar allí el hermoso espectáculo de la naturaleza envuelta en la incomparable blancura de la nieve. En las calles y en las plazas ofrécense también panoramas muy lindos. Todo lo que pasaba por blanco resulta amarillo al lado de la nieve. La estatua de mármol se vuelve gris y la cal de las paredes medianeras toma un cierto color de papel viejo».
Con mayor o menor intensidad dice Galdós que se presentaba la nieve cada año. Estampa poco frecuente, más bien olvidada, en el Madrid actual. Y menos probable que lo haga en cantidad, ocasionando los efectos posteriores:
«Las calles se ponen entonces como si hubiera caído sobre ellas en una hora la lluvia de tres meses. Corren ríos de lodo por las cunetas y el paso de hombres y brutos sería imposible si el Ayuntamiento no mandara abrir todas las bocas de riego del Lozoya. Trábase entonces una terrible batalla entre el agua y el barro, porque los chorros de las mangas de riego parecen verdaderas lanzas que en poco tiempo destruyen y liquidan la monstruosa amalgama de nieve y tierra. Vuélvese todo agua fangosa y corriente, que se precipita a las alcantarillas, y las calles quedan limpias».
Sumemos a esto las heladas, los vientos huracanados que provocaban graciosas escenas en la Puerta del Sol, además la caída de árboles, chimeneas y tejas; también la inestabilidad del tiempo… esto sí es frecuente en el Madrid del siglo XXI.
«Al viento del oeste suelen acompañar en Madrid las pertinaces y tranquilas lluvias. Como quiera que el tiempo venga, aquí pasamos siempre de lo malo a lo peor y de lo peor a lo malo, siendo raros los días apacibles y templados. Con frecuencia vemos que a una temperatura de 18 grados a las tres de la tarde, sucede otra de 2 bajo cero a las ocho de la noche, y al día siguiente calor y, por lo tanto, aguas y después granizo. En un día tenemos, frecuentemente, muestra completa de las cuatro estaciones, por cuya causa es incalculable el número de maldiciones y censuras que en tres siglos y medio se han dirigido a Felipe II por haber puesto la capital de las Españas en lugar tan destemplado».
La Epifanía
De haber vivido en el siglo XIX, cualquiera de nosotros hubiésemos topado con el magnífico espectáculo que serpenteaba por las calles
madrileñas la noche del 5 de enero, víspera de la llegada de los Reyes
Magos. Grandes comparsas de hombres y mujeres atravesaban la ciudad de puerta a
puerta (desde la de Alcalá hasta la de Toledo), blandiendo hachones
encendidos, tocando cencerros y golpeando sartenes y cacerolas. Todos al
unísono vociferando y cantando, marcando la ruta a unos atolondrados
con escalera al hombro.
Se supone que cargaba la tosca escalera un engañado, un recién caído del
guindo, quien, bajo la promesa de los doctos en inocentadas, podía ver
la llegada de sus Majestades de Oriente encaramado a ella. Lo cierto es
que el engañado solicitaba un trago cada poco -unas veces de bota, otras
de frasca-, y dejaba sin cuartos a los espabilados.
A finales del año 1882, el entonces alcalde de Madrid, D. José Abascal y
Carredano, aprueba una ordenanza por la que se cobra un impuesto a las
comparsas y prohíbe la utilización de hachones, escaleras y todo tipo de
ruidos y escándalos que causasen molestias al vecindario. Con este bando el alcalde intentaba abolir el festejo... y desde luego
que lo consiguió. La noche del 5 de enero de 1883 reinó la paz y la
armonía en las calles y plazas de Madrid. Sólo en algunos barrios de la periferia se manifestaron los adeptos a la
celebración; lo hicieron con sus hachones encendidos, pero en silencio y
cabizbajos.
Así nos lo cuenta Galdós:
«Debe arrancar de tiempos muy remotos esta encantadora conseja de los juguetes traídos por los Reyes. Los pequeñuelos dejan el zapato en la chimenea, y por el tubo de ésta entran los Magos sin temor a ensuciarse de ceniza y hollín. Pero no en todas las localidades es la chimenea el sitio destinado a recibir el regalito.
En Madrid mismo, verifícase el fenómeno dejando una media en el balcón, y así es más fácil, ¡claro!, que los Reyes dejen algo, porque les basta arrojar el juguete cuando pasan, y no necesitan molestarse en penetrar por conducto tan angosto como es el cañón de una chimenea».
«La costumbre de salir a esperar a los Reyes, que consistía en procesiones escandalosas de gente baja, alborotando por las calles, y concluyendo en innobles borracheras, ha concluido desde que el alcalde impuso una contribución a los que de tal modo se divertían.
Hasta hace dos o tres años, apenas entrada la noche del 5, veíanse por las calles de Madrid turbas de hombres más o menos soeces, con hachas encendidas, tocando cencerros, cuernos y otros desapacibles instrumentos. Solía haber en esta ruidosa diversión algo de novatada, pues los infelices gallegos recién llegados a Madrid creían a pie juntillas en la venida de los Reyes, y sus ladinos compañeros les metían en la cabeza que se ganaba tres mil reales el que más pronto los divisara y se acercase a ellos.
Por esto llevaban los tales una grande escalera de mano, y después que corrían y chillaban de lo lindo, decían que ya estaban cerca los Reyes, y ponían en pie la escalera para que subieran los incautos a ver a Sus Majestades magas. La escalera se venía al suelo cuando ya estaba formado sobre ella un gran racimo de curiosos. Y en esto principalmente consistía la fiesta. Tan bárbara y ridícula manera de divertirse ha sido curada radicalmente por un alcalde, obligando a pagar cinco duros a toda persona que muestre vivos deseos de ofrecer sus respetos a los reales Melchor, Gaspar y Baltasar».
Divagaciones
A modo de epílogo, estas divagaciones de Galdós sobre el Madrid que habitó:
Divagando por sitios excéntricos hallo a Madrid encantador, alegre como nunca, todo luz, frescura, animación. Es la época de la fresa.Imposible dejar de clasificar las épocas del año por la fruta que en ellas abunda. Los días de la fresa son risueños, todo mayo, parte de junio, días de toros y forasteros, de trajes ligeritos y de mucho barullo por las calles. Bien distinta es la época de los melones, allá por octubre, cuando se abre la Universidad y empiezan a venir a Madrid los caciques que olfatean la apertura de las Cortes. Pasada la deliciosa etapa de la fresa, viene la de las cerezas y los albaricoques, también bonita en sus comienzos, porque después aprieta el calor y no hay quien pare en este pueblo, que es un freidero. El verano hace un paréntesis en la vida de todo madrileño que disfruta de un mediano bienestar. La emigración se impone, y ya no hay que volver a Madrid hasta la época de las uvas de albillo, la mejor uva del mundo, según he dicho en otra ocasión. Dejando para otra coyuntura la descripción acabada de la capital de España, según los tipos de fruta que se venden en los mercados, sigo el vistazo que doy a las animadas calles, costanillas y plazuelas de esta extraña villa, tan imperfecta, con imperfección irremediable, bajo algunos puntos de vista, tan alegre y hospitalaria siempre. El Madrid social lleva no poca ventaja al Madrid urbano, a pesar de los evidentes progresos que en éste se advierten. Pero cuantas reformas puedan idear el arte y la ciencia no variarán el suelo en que el testarudo Felipe asentó su Corte, suelo por demás ingrato, irregular, compuesto de lomas arenosas, sin vegetación, con escasos aunque muy buenos manantiales de agua potable.Hoy por hoy, Madrid ha tomado un desarrollo grande; pero éste, si continúa, no podrá pasar de ciertos límites, impuestos por la naturaleza. Aun suponiendo que la industria y el comercio, lo que no es probable, tomaran incremento, no se concibe cómo podrían vivir aquí un millón de madrileños. Dos millones sería ya cifra absolutamente imposible. Un incremento rápido de la población plantearía un arduo problema, pues la eliminación de las aguas impuras no podría hacerse en el Manzanares (del cual se dice que en verano hay que regarlo para que no levante polvo) y habría que canalizarlo en busca del Jarama o del Tajo. Madrid crece y crece. Los edificios públicos aumentan de día en día, y las casas nuevas de vecindad son tantas, que aterra ver cómo se improvisan barrios de colmena, en los cuales se apiñarán las generaciones futuras, empujadas por la presente. La población nueva resulta en su caserío tan densa como la antigua, y el hormiguero toma proporciones alarmantes. Luego vendrán los higienistas a medir a cada vecino los metros cúbicos de aire que le corresponden; pero entonces el mal no tendrá ya remedio, porque no se pueden derribar arrabales enteros todos los días. Entre los edificios públicos encuentro, además de la Biblioteca, en que se halla instalada la Exposición Histórica, la nueva Estación de Atocha, que sirve los ferrocarriles del Mediodía, Valencia y Barcelona, la nueva Bolsa, inaugurada estos días; el hospital de San Juan de Dios, el Hospital Militar, en término de Carabanchel, el cuartel de María Cristina y otros de menor importancia.
Todo esto observó Don Benito en aquel Madrid decimonónico, ya casi rozando con el XX. Muchas costumbres han cambiado, también la fisonomía de la villa; pero el madrileño en mucho continúa siendo como el de antaño. Salvadas las modas, los avances tecnológicos y el creciente pasotismo, hemos cambiado, pero no tanto.
Mañana más.
Eduardo Valero GarcíaAutor de los libros Historia de Madrid en pildoritas y Benito Pérez Galdós. La figura del realismo español. Editorial Sargantana. Autor/editor de la publicación seriada Historia urbana de Madrid
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