8 de diciembre de 2020

Los cafés madrileños de la generación del 98 donde se unió bohemia con rigurosidad literaria.

Por Javier Velasco Oliaga

   

    El 10 de diciembre de 1898 se firmó el Tratado de Paris. Con la firma de ese acuerdo, España perdió sus últimos territorios americanos y asiáticos. Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam fueron las provincias españolas que se cedieron a los Estados Unidos de América. A cambio se recibió una compensación económica de 20 millones de dólares. Las guerras de independencia en esos países concluyeron a mediados del mes de agosto y se da la paradoja de que no consiguieron la independencia, ya que quedaron bajo la tutela estadounidense, lo que dio pie a guerras aún más sangrientas y cruentas como la que tuvo lugar en Filipinas, que supuso el genocidio del 10% de la población. Los Estados Unidos dieron la orden a sus fuerzas de ocupación de no hacer prisioneros y matar a todos los habitantes mayores de 10 años. 

    Posteriormente, España vendió a Alemania varios archipiélagos del océano Pacífico. Las islas Marianas (excepto Guam), las Palaos y las Carolinas supusieron un incremento en las arcas españolas de unos 30 millones de marcos. La monarquía española fue toda una experta en malvender sus territorios a las potencias extranjeras. Aun así nos quedan, en la actualidad, algunas islas desperdigadas por el Pacífico que el gobierno no reconoce y que están despobladas y de las que apenas hay documentación. 

    Tantas pérdidas supusieron una ola de pesimismo en la nación. Los famélicos soldados, cercanos a los 200.000, de nuestro ejército colonial regresaron derrotados a la península, la falta de trabajo hizo que muchos de estos militares vagasen por las calles de nuestras principales ciudades o engrosasen las filas del ejército africano. Dicho ejército incrementó sus filas hasta los 70.000 soldados. En el continente africano, nos quedaban aun posesiones como Guinea Ecuatorial, Sidi-Ifni, Sahara y el protectorado de Marruecos. Los soldados que pudieron escoger, prefirieron quedarse en sus casas, aunque pasasen hambre. Estaban hartos de una vida militar que les había acarreado demasiadas enfermedades debido a la malnutrición padecida por años de guerras mal planificadas, sobre todo en el caso de Cuba. 

    Ante tal cúmulo de desgracias, unos cuantos escritores, a los que se suponía cierta afinidad, conformaron la generación más deslumbrante de literatos desde el Siglo de Oro. Este nuevo Siglo de Plata, podríamos denominarlo así, nos trajo un nuevo esplendor a nuestras letras y un par de premios Nobel aunque no perteneciesen estrictamente a la generación del 98. Cuando pensamos en estos literatos nos vienen a la memoria un grupo de cinco o seis escritores, pero la realidad nos muestra que eran muchos más y no sólo escritores también periodistas, pensadores, músicos y pintores que formaron parte de esta generación que elevó hasta las más altas cotas nuestro mundo intelectual. 

    Se calcula que a comienzos del siglo XX había en España unas 1.300 publicaciones periódicas, 300 de ellas tenían una periodicidad diaria. Tan sólo en Madrid, se calcula que se editaban unas 400 publicaciones de diverso tipo, no hay un registro fidedigno de todas esas publicaciones. Periódicos de gran tirada como El Liberal, La Correspondencia Española o El Imparcial, se mezclaban con periódicos de menor número de ejemplares o de periodicidad cambiante, como El Edén, La Piqueta o El Motín, todos éstos especies de hojas volanderas que se voceaban por la Puerta del Sol y otras vías importantes de la ciudad. 

    Algún autor contemporáneo ha llegado a decir: “La Mancha, capital Madrid”, para muchos de nuestros escritores, Madrid no ha dejado de ser nunca un poblachón manchego. Unamuno solía decir, parafraseando a Cervantes: “En un lugar de la Mancha, cuyo nombre es Madrid”. Pese a tanta diatriba, la ciudad, Villa y Corte, llegó a tener a comienzos del siglo XX unos 550.000 habitantes y según su profesión o gremio vivían en determinados barrios como el escritor aragonés Ramón J. Sender relata en su Crónica del alba

“Los obreros de la construcción vivían preferentemente en Tetuán de las Victorias; los obreros industriales –metalúrgicos, etc.-, en Vallecas; los tipógrafos y artes blancas, en Chamberí; los marmolistas, picapedreros, tallistas y soladores, en Las Ventas; los jardineros y campesinos, en Carabanchel; los carpinteros de armar, un poco en todas partes, pero muchos en las Vistillas y en el bario de la Guindalera. Los empleados de transporte, en el Pacífico y en Chamartín de la Rosa. Finalmente, los plomeros y fontaneros, en Pacífico, y los de teléfonos y electricistas menores, en Fuencarral. En general, los trabajadores eran el cinturón exterior de Madrid. Dentro de ese cinturón estaban los parásitos del comercio, el `bebercio´ y la banca. Los curas y los intelectuales”. 

    Esos intelectuales, a los que se tacha de parásitos, como también lo serían periodistas y escritores, vivían en el centro de Madrid. No todos, pero sí la mayoría, vivían alrededor de la Puerta del Sol o en los barrios adyacentes, como iremos viendo. Decía una chufla popular, los escritores del 98 eran especialistas en bromas, requiebros y chascarrillos, que el hombre prehistórico vivía en las cavernas, el hombre madrileño del XIX vivía en las tabernas y el escritor del 98 en los cafés. Unos cafés que poblaban la Puerta del Sol, epicentro de la ciudad y de la intelectualidad, al menos siete de esos míticos cafés, de los que hablaremos más tarde, estaban en esa plaza o en las calles adyacentes como Alcalá, Carrera de San Jerónimo o Sevilla. Allí estos escritores pontificaban sobre política, literatura o lo que hiciese falta, eran como los tertulianos de la radio o de la televisión de hoy en día. En esas tertulias, llegaron a las manos y alguno llegó a perder un brazo. Ramón María del Valle-Inclán tuvo con su amigo el escritor Manuel Bueno un encontronazo en el Nuevo Café de Levante en el que a punto estuvieron de hacerlo un duelo. Blandieron sus bastones y Bueno le dio un fuerte golpe en el brazo a Valle, justo donde tenía el gemelo de la manga izquierda de su camisa, con tan mala fortuna que la herida provocada por el bastón y por el gemelo se le gangrenó; días después tuvieron que amputarle el brazo izquierdo. “Ya te pareces más a Cervantes”, le llegaron a decir en una tertulia días después sus supuestos amigos.

Café de Levante (1935)
 

    En esos templos, donde corrían el café espeso se hablaba de todo, ajenos al escaso pulso de la ciudad y a la pesadumbre que se vivía por la pérdida de las colonias. Estos escritores vivieron como bohemios, escribían en los cafés y dormían en las redacciones de los periódicos después de entregar sus crónicas o artículos, por los que recibían una exigua paga. Muchos de estos escritores o periodistas eran auténticos especialistas en los sablazos. Pedían dinero para comer o se dejaban invitar en los cafés como si los hicieran un favor al pagador. 

    El cambio de siglo trajo a Madrid muchos cambios, quizá demasiados para una población liberal, pero chapada a la antigua. En los albores del siglo XX, se asfaltó la Puerta del Sol y en 1902 vieron las calles de Madrid pasar al primer automóvil motorizado cuyo propietario era el marqués de Bolaño. También, empezaron a transitar los tranvías eléctricos y hasta llegaron a colocarse en las calles principales estuchas para atenuar el frío de los desharrapados, ya que en aquellos años hizo unos inviernos muy rigurosos. Eran los años, en literatura, de Benito Pérez Galdós que empezaron a cambiar a golpe de escándalo. Rubén Darío tuvo mucha culpa de ello. 

    A finales del siglo XIX la narrativa estaba dominada por el naturalismo y el realismo. Fueron escritores como Blasco Ibáñez, Felipe Trigo o Eduardo Zamacois los que crearon una tendencia nueva: la novela moderna y fue el modernismo el género que comenzó a hacer furor entre nuestros escritores y podríamos decir que tuvo la culpa de que surgiera esa generación que cambiaría, en cierta forma, la concepción de la literatura española. 

    Los autores que hicieron dar un salto cualitativo a nuestra literatura fueron los componentes de la generación del 98, a partir del denominado Grupo de los Tres, que lo formaron Pío Baroja, Azorín y Ramiro de Maeztu, comenzaron a escribir en una vena juvenil hipercrítica e izquierdista que más tarde se orientará a una concepción tradicional de lo viejo y lo nuevo. Aún así, todo lo referente a la generación del 98 estuvo sembrada de polémica: Pío Baroja y Ramiro de Maeztu negaron la existencia de tal generación, y más tarde Pedro Salinas la afirmó, tras minuciosos análisis, en uno de sus cursos universitarios y en un breve artículo aparecido en la Revista de Occidente (diciembre de 1935), en los que siguió el concepto de «generación literaria » definido por el crítico literario alemán Julius Peterse; este artículo aparecería, posteriormente, en su Literatura española. Siglo XX (1949). 

    El posiblemente mayor pensador de nuestro país, José Ortega y Gasset distinguió dos generaciones en torno a las fechas de 1857 y 1872, una integrada por Ángel Ganivet y Miguel de Unamuno y otra por los miembros más jóvenes. Su discípulo Julián Marías, , utilizando el concepto de «generación histórica», y la fecha central de 1871, estableció que pertenecían a ella Miguel de Unamuno, Ángel Ganivet, Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Carlos Arniches, Vicente Blasco Ibáñez, Gabriel y Galán, Manuel Gómez-Moreno, Miguel Asín Palacios, Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Pío Baroja, Azorín, Ramiro de Maeztu, Manuel y Antonio Machado y Francisco Villaespesa. 

    Como casi siempre el discípulo de Ortega se columpió y demostró saber lo justito de literatura, encuadra en la generación del 98 a Jacinto Benavente, Vicente Blasco Ibáñez, Gabriel y Galán, Manuel Gómez-Moreno, Miguel Asín Palacios y los hermanos Álvarez Quintero lo que parece una broma de mal gusto. Todos estos escritores estaban muy alejados de la generación. Los del 98 despreciaban el romanticismo blando de Gabriel y Galán, la soberbia de Blasco Ibáñez, etc. Valle llegó a decir en cierta ocasión: “Si a las obras de teatro de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero las tradujésemos al español. ¿Qué quedaría?”. Evidentemente, casi nada, ya ni la gracia andaluza. 

    Sí deberíamos añadir a los pintores Ignacio Zuloaga y Ricardo Baroja, hermano de Pío, que tenían una estética muy parecida a los escritores del 98 y los músicos Isaac Albéniz y Enrique Granados. No podemos olvidar al Ciro Bayo o Manuel Bueno, el causante de la amputación de Valle, o a los periodistas bohemios Antonio Palomero, Alejandro Sawa –el inspirador de Valle para crear el papel de Max Estrella-, Pedro Barrantes –testaferro del periódico El País, personaje que entraba y salía de la cárcel Modelo con una facilidad asombrosa porque se hacía responsable penal de los artículos de su diario, Joaquín Dicente o Luis Bonafoux. Todos ellos grandes periodistas y escritores que llevaron una vida bohemia y nocherniega. 

    Los escritores de esta generación tuvieron una particularidad especial y es que, curiosamente ninguno de ellos había nacido en Madrid, aunque residieron, la mayor parte de su tiempo, en la capital del reino. Tendremos andaluces, vascos, gallegos, valencianos pero ningún madrileño, catalán o cántabro. Fueron escritores de la periferia que llegaron a Madrid para estudiar o labrarse un futuro literario. Todos ellos pasearon por las calles de Madrid hablando de política o literatura y discutieron en la vía pública a voces, como lo hicieron Benito Pérez Galdós y Pío Baroja por el parque del Oeste. Era Baroja una persona que hablaba mal de todo el mundo, incluso de sus amigos, si es que los tenía. Las características fundamentales de estos escritores fue su pesimismo, su afán de regeneración y modernización del país. 

    Quizá el más ajeno a la generación y a Madrid fue el filósofo Ángel Ganivet García, granadino de cuna, que se suicidó días antes de la firma del Tratado de Paris en Riga, donde estaba destinado como diplomático. Quizá por eso, ha sido citado como un precursor de la generación del 98 pero, tanto por su estilo como por su pensamiento deberíamos encuadrarlo en esta generación. Vino a Madrid a estudiar el doctorado en Filosofía y Letras, posteriormente ganó la plaza de bibliotecario en el Ministerio de Fomento. Se integró poco a poco en el mundo literario madrileño, asistiendo al Ateneo, que entonces no estaba en la calle del Prado, que tan bien conocemos, sino en la calle Montera. También se le veía en diversas tertulias literarias donde hizo amistad con Miguel de Unamuno, ambos preparaban oposiciones a cátedra. Unido sentimentalmente a Amelia Roldán Llanos tuvieron dos hijos, su primera hija falleció al poco de nacer, algo bastante corriente en la época. 

    Posteriormente sacó una plaza en el cuerpo consular y partió hacia Amberes, ascendió a cónsul y fue destinado a Helsinki, donde produjo la mayor parte de su obra literaria, de allí partió a Riga cuando se cerró el consulado finés por escasa actividad comercial, en esa ciudad enfermó de sífilis y entristecido por la pérdida de nuestras colonias tuvo una depresión que le hizo suicidarse tirándose desde un barco al río Dviná.

    Su fama literaria se debe sobre todo a su “Idearium español”, un libro que, a pesar de su poca extensión, ocupa un puesto destacado en el pensamiento español moderno. Ganivet hizo gala, en su pensamiento, de un fuerte un desprecio por la modernidad, representada por la sociedad industrial y el culto a la propiedad privada, desarrollado ya desde su paso por la ciudad belga de Amberes, En el mismo momento en que España está al borde de la agonía del 98, Ganivet se atreve a reivindicar su cultura y su manera de ser. Vuelve la mirada hacia atrás y arremete contra lo que cree que ha desviado a España de lo que hubiera podido ser: una «Grecia cristiana». Su cosmovisión era radicalmente espiritual, algo que compartió con Azorín pero que le alejaba de los otros componentes de su generación. Aparte de su idearium destacan su ensayo “España filosófica contemporánea” y las novelas “La conquista del reino Maya por el último conquistador Pío Cid” y “Los trabajos del infatigable creador Pío Cid”. No podemos dejar de recordar sus “Cartas filandesas” que tanta fama le dieron y que tienen mucho de testamento ideológico. Quien camine por la Alcaicería granadina podrá leer algunos de sus escritos en las fachadas de los edificios. 

    Si Ganivet fue un precursor de la generación del 98, sin duda alguna el escritor más icónico de la generación del 98 fue don Ramón María del Valle-Inclán. No debemos olvidar que España ha dado grandes autores a la literatura universal. Miguel de Cervantes renovó la novela de caballería y creó la novela moderna, tal y como la conocemos hoy en día. Por otra parte, el género de la picaresca surgió en nuestra tierra gracias a las andanzas de un lazarillo vallisoletano. Y gracias a Valle, el esperpento surgió de manera rompedora, secuelas como el teatro del absurdo se pueden considerar como subgéneros de esa literatura que escribió Valle a golpe de imaginación y de deformar lo que vio en una noche en aquel Callejón de Álvarez Gato gracias a los espejos cóncavos y convexos que hubo durante muchos años y que la daban un aspecto de atracción de feria. Por allí, paseó Valle partiendo desde los cafés de la plaza de Santa Ana y en ese Callejón del Gato ubicó a Max Estrella, poeta ciego, arruinado, sablista y bohemio. Valle se basó para crear el personaje principal de “Luces de bohemia” en su amigo el escritor y periodista Alejandro Sawa –conocido entre otras muchas cosas por ser el negro de Rubén Darío en los artículos que escribió para el diario argentino La Nación-. 

    Ramón María del Valle-Inclán nació en Vila García de Arousa en octubre de 1866, pasó en Madrid largas temporadas alternándolas con su Galicia natal, durante un tiempo marchó a México a trabajar como periodista en los diarios “El Correo Español” y “El Universal”, la experiencia de aquel tiempo lo reflejó en su novela “Tirano Banderas”, una de sus obras más señeras y germen de la novela latinoamericana. En Madrid, comenzó trabajando en el diario “El Globo”, para ser después funcionario del Estado. Empezó a ser reconocido como escritor gracias a su libro “Sonata de Otoño” que publicó en 1902, después seguirían las sonatas de estío, primavera e invierno. Esas narraciones, que se basaron supuestamente en los recuerdos de un tío suyo, tenían como protagonista al marqués de Bradomín, prototipo del caballero español de esa y de todas las épocas. 

    En aquel tiempo, Valle paseaba su ingenio por los cafés de la Puerta del Sol y aledaños. En el Café Imperial, sito en los bajos del Hotel de Paris, el establecimiento hotelero más elegante a comienzos del siglo XX, todavía no se habían abierto a los viajeros ni el hotel Palace ni el Ritz. Dicho café era lugar preferido de encuentro de escritores y bohemios. Por ese hotel, pasaron lo más granado de la realeza europea, en la boda de Alfonso XIII los más preeminentes invitados se alojaron en las habitaciones de este hotel que ahora ocupa Apple Store.

Hotel de París y Café Imperial (ca. 1905)
 

También era asiduo a los cafés de Fornos y el Suizo, ambos en donde está hoy el elegante Casino de Madrid. Los cafés del Príncipe, de Madrid y El Gato Negro le vieron aparecer en numerosas ocasiones como también visitaba la terraza del café Gijón o el Lhardy y, por supuesto, la Cacharrería del Ateneo que entonces se ubicaba en la calle Montera. Valle llegó a ser presidente del Ateneo después de don Manuel Azaña que no era tan amigo de él como de Unamuno pero al que apreciaba y ayudó en múltiples ocasiones. 

Café Suizo (1919)

Café de El Gato Negro (1907)

    El escritor gallego tuvo en Madrid varios domicilios, donde más tiempo residió fue en el que tuvo en la calle Calvo Asensio, 4 del barrio de Arguelles. Una vez casado, en la iglesia de San Sebastián de la calle Atocha –donde estaba ubicada la Cofradía de Actores-, con Josefina Blanco Tejerina, tuvo una numerosa prole, seis hijos, con los que se trasladó a la calle General Oraá, 9. Cuando iba hacia su domicilio con algún acompañante, y que solían ser, entre otros, Manuel Azaña y Melchor Fernández Almagro solía decir “¡Zeñorez, vamonoz a provinzias!” Sí, señores, Valle ceceaba al hablar, lo cual también era otro motivo de chufla que tenía que aguantar estoicamente mientras se mesaba sus luengas barbas. 

    En aquellos tiempos el barrio de Salamanca estaba bastante alejado del centro y del meollo cultural de la ciudad. Sus cotidianos paseos los solía dar con Baroja y con Azorín por la calle Alcalá y sus aledaños, a ambos los respetaba y apreciaba. También solían acercarse al Paseo de Recoletos y al parque de El Buen Retiro; la Casa de Fieras era otro de los rincones por el que le gustaba pasear. Baroja, que a todo el mundo criticaba, era bastante cruel con Valle, pero éste nunca llegó a decir nada malo de Baroja. Valle podía ser muchas cosas pero nunca un maledicente. Sin embargo, el sufría alguna que otra burla por su manquedad, en ocasiones se metían con él diciéndole que pese a ser una persona con mala salud, solía escribir tumbado en la cama apoyado en una tabla, nunca se estaba quieto. ¡No se puede estar cruzado de brazos!, decían. Imposible para un manco. 

    Este manco genial, aparte de escribir novelas, obras de teatro y artículos periodísticos, dedicó parte de su tiempo a componer pequeños slogans publicitarios para la prensa. Hemos podido conseguir algunos de aquellos trabajos que Valle preparó para alguna compañía e, incluso, para unos de aquellos cafés que tanto amaba: 

En esta España genial 
una compañía vela 
por su aseo personal. 
No es la tropa de Silvela 
Es la compañía Gal. 
 
Es turbulenta y no daña 
Limpia, fija y da esplendor. 
¿La Academia? 
No señor. 
El agua de Carabaña. 
 
Maura es un hombre despierto 
y ha dicho a un corresponsal, 
no hay nada como el cubierto 
que da el Café Nacional. 
 
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Javier Velasco Oliaga
 
 

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