29 de octubre de 2020

Dichas y desdichas de la Civilización. Benito Pérez Galdós

Galdós me acompaña desde la juventud. En aquellos tiempos avivaba mi imaginación recreando los escenarios y actores de sus novelas… todo un entretenimiento que, además, iba reforzando mi comprensión de lo bueno y de lo malo. 

Años más tarde, cuando de narices topé con la realidad que me ofrecía su lectura, lo bueno y lo malo pasaron a ser la vida misma, con sus claros y sus oscuros. Entonces Don Benito se acercó y yo a él, y caminamos juntos. Valiosa compañía que aquí sigue. 

De todo esto hace al menos cuarenta años. Media vida recibiendo su consejo, su enseñanza. 

Cuando me propuse conocerle más allá de su obra descubrí al hombre sensible y honesto; al trabajador incansable; al gran sabio que otrora me había ayudado a seguir adelante y el que hoy me ayuda a pensar, a comprender; porque, a pesar de mi veteranía, el pensamiento de Galdós es tan actual que me sorprende. La vigencia de sus palabras no es cosa del momento, continuará siéndolo por mucho tiempo… y no queda más remedio que añadir: lamentablemente. 

Ínfima muestra es este relato que ofrezco en el que cada párrafo refleja fielmente lo que hoy vivimos. Lo escribió Don Benito el 30 de diciembre de 1915[1], de esto hace ya cien años y un lustro; sin embargo, parece que lo hubiera escrito esta misma mañana. 

Yo, que además de intentar nutrirme de toda su sabiduría, caminé por Madrid a través de sus artículos periodísticos, del preciso mapa que ofrecen sus novelas y los Episodios Nacionales, aprendí a amar Madrid aun sin conocerla. Por eso me entusiasma leer una y otra vez en este relato el instante en que el insigne escritor habla del barrio donde estuvo su última morada. 

Lector, escuche los sonidos. Una vez más, Galdós hace de los párrafos pentagramas, los convierte en cajas musicales que continúan encerradas en el tiempo bajo un puñado de letras. 

En mi condición de investigador de las historias de Madrid y del Madrid Galdosiano, pongo mucho interés en las casas del Galdós madrileño y en esa última que habitó desde 1912 hasta aquella madrugada de 1920. Desde allí relata el descontrol de los relojes cercanos y otros sonidos hoy desconocidos en la urbe. 

La maestría del escritor se vale de los relojes, del tranvía y los gallos para mostrarnos una terrible confusión, un orden desordenado que no entiende ni el propio organizador… las dichas y las desdichas de la civilización. 

Eduardo Valero García 

 


    Este viejo solar español, tan extenso en los siglos pasados, quedó reducido a modestas proporciones en el andar metódico del tiempo. Sus nobles hijos, por efecto del contacto con otros países, sintiéronse movidos a cambiar su civilización castiza por la civilización de otras gentes que llegaron a ocupar las mejores partes del planeta. He aquí los pobrecitos españoles, sacudidos por la trompetería estentórea de la Revolución Francesa o por la estridencia de las revoluciones arregladas o traducidas para uso casero, gritaron fervorosos: “Tenemos que civilizarnos”, y en días más próximos, una voz formidable gritaba: “Tenemos que europeizarnos”. 
 
    En largos años de tentativas culturales y europeizantes, podemos afirmar que la evolución de España es más de forma que de fondo. Las antiguas virtudes de la raza subsisten precisamente en los pueblos más atrasados, y al propio tiempo los defectos castizos aparecen con la misma gravedad en los centros de cultura y las metrópolis de los antiguos reinos. Fijándonos en la política hallamos por una parte un signo consolador de progreso. Felizmente han desaparecido aquellas catástrofes del personal administrativo en los cambios de gobierno entre moderados y liberales. Era como un terremoto; no quedaba en pie ni un solo empleado alto ni bajo; todos iban a la calle, y venía nueva tanda de cesantes hambrientos a consumir el pingüe presupuesto. Esto se acabó, y la flamante civilización siguió adelante con paso inseguro, pues discurrir nuevos métodos para renovar el personal administrativo implantó el sistema de oposiciones, que en realidad ha venido a ser el compadrazgo y el nepotismo con un espeso barniz de justicia. 
 
    Ved aquí una de las mayores desdichas de nuestra civilización, que ha venido muy deprisa cuidándose, no de reformar las costumbres en su entraña, sino de embadurnar la superficie de las mismas. Signo indudable de nuestra imperfecta cultura es que el cuerpo político ha venido a ser un organismo de recomendaciones, con sangre de influencias y nervios de simpatía. En las secretarías de los Ministerios, legión de escribientes dan y reciben el recadito amistoso. La civilización y la europeización siguen su camino y avanzan pasando junto a la justicia sin verla, y en ocasiones, viéndola, la pisotean desdeñosas. 
 
    En el terreno artístico, la civilización corre tras el nuevo ideal, al cual no llega o lo rebasa sin darse cuenta de él; a veces se apasiona por formas extravagantes, y en muchos casos retrocede y se complace en remover la sepultura donde yacen las formas arcaicas. 
En el Teatro particularmente, acontece que el afán progresivo de nuestros dramaturgos tropieza con peregrinas invenciones de otros países, las cuales invaden el nuestro apoderándose de grandes masas de público y destruyendo el antiguo armadijo de los negocios teatrales. Arrodillados por el Cinematógrafo, los autores noveles se acogen al drama policiaco de fáciles emociones y de estructura folletinesca; otros buscan sus éxitos en las comedias de pura risa, construidas con chistes maleantes y retruécanos que producen los efectos ridículamente combinados del fastidio y la hilaridad. En tanto, la dramaturgia tradicional, no sujeta al capricho de las modas, anda muy de capa caída, temerosa de que han de faltarle pronto escenarios en que manifestarse. 
 
    De estas desdichas de la civilización, que tan pronto se precipita como retrocede, nos consuela el hecho de que la raza no ha cesado en su fecundidad. Jóvenes muy dotados aparecen constantemente descollando en la novela y en el Teatro sin desmerecer de sus predecesores, y aun superándoles en muchas cosas. Y es asimismo consolador que la masa de oyentes y lectores les aplaude, les estimula y les agasaja para que no pierdan la fe en el porvenir. Verdad es que estos estímulos (y aquí viene otro retroceso de la civilización) revisten la forma anticuada de los banquetes o comistrajos en que los admiradores se reúnen para discursear y festejarse unos a otros. Nunca he visto una época de más banquetes contrastando con la calamidad de los tiempos, la carestía de las subsistencias y la escasez de metálico circulante. En cuanto un joven avispado obtiene catorce representaciones de su obra o publica un libro ameno, rebosante de ideas y con gallardo estilo, banquete al canto y discursos, abrazos y plácemes sinceros. Pasados el bullicio y la indigestión, el escritor festejado se queda perplejo acariciándose la frente, requiriendo en ella nuevos pensamientos para recomenzar su tarea. El pan se aleja. Hay que correr en busca de otra hogaza. 
 
    Debemos civilizarnos; es forzoso que nos civilicemos, que podamos alternar con el mundo vistiendo nuestros cuerpos y nuestras almas a la europea. Este es el clamor que desde hace tiempo resuena en nuestro viejo solar. Corremos los españoles hacia la idea cultural, y antes de vestir de nuevo las almas, vestimos los cuerpos, y en el indumento de los cuerpos empezamos por el sombrero y los guantes, dejando para luego las levitas y chalecos, y para lo último la camisa, que por su corte y tejido es la misma de la Edad Media. Españoles hay que ávidos de manifestar su amor al progreso no lo consiguen por hacerlo impremeditadamente, sin ponerse de acuerdo unos con otros. Ejemplo al canto. Hay en Madrid un barrio modernismo en que abundan los establecimientos industriales de reciente construcción y edificios religiosos de noble arquitectura. El primer cuidado de las sociedades mercantiles y de las corporaciones piadosas que levantaron estos fue rematar la belleza del frontispicio con un reloj que, no contento con marcar silenciosamente las horas, las proclama ante el público con la vibrante sonoridad del bronce. Ya he dicho que el barrio no es grande; los edificios, con sus correspondientes relojes, están separados por distancias que varían entre cien y trescientos metros. El horario de los innumerables relojes del barrio es variadísimo; unos marcan los cuatro cuartos en que se divide la hora; otros marcan solo la media, y los hay que no marcan los cuartos y repiten las horas; la vibración de los metales también varía mucho; en unos es grave y solemne, en otros aguda y chillona; en el conjunto de estas diferentes voces resulta que a los pasajes armónicos suceden otros desgarradores y disonantes.
 
    Vivo en este barrio de los múltiples relojes desde hace pocos años, y como mi menguada salud y mi enfermedad de la vista me retienen en casa desde que anochece hasta muy avanzada la mañana, paso las lentas horas del invierno recogido en mi lecho, más tiempo despierto que dormido, y me entretengo escuchando la embroliada música de las campanas del reloj. Largo tiempo he pasado sin comprender los lapsos de tiempo que dichos toques quieren señalar. Toda mi paciencia y el detenido estudio que he puesto en el lenguaje de las campanadas, no me han bastado para llegar al conocimiento de las horas nocturnas. Porque hay que ver, señores míos, hay que oír. Suenan tres toques. ¿Son las tres? No. Son las tres cuartos para la hora que desconozco… Suena otro toque, y sus campanadas se mezclan pronto con otras de distinto timbre… Pausa… Suena otra campanada, y yo me pregunto. ¿Será la media o será la una?... El lío de campanadas continúa, y me quedo en un caos de confusión. No sé la hora que es… De pronto, sin oír campanas, exclamo: “Son las dos”. ¿Y por qué sé que son las dos? Porque oigo el ruido de un tranvía que pasa… A los ciegos se nos aguza el oído de un modo extraordinario. Un tranvía vacío, marchando a toda velocidad, tiene un ruido particular que no se confunde con ningún otro. Sé, pues, que son las dos porque a dicha hora se retiran los tranvías. Más de una vez hice esta observación, y una vez hecha, el soniquete de las campanas no era para mi más que un recreo. Me divertí y me divierte el carrillón interminable, gracioso y variado, danzando con el viento en las vaguedades de la noche… Y lo que me dijeron los tranvías, me lo dijeron después los gallos. ¡Ah, los gallos! Estos sí que son los relojes eternos que nunca engañan. Pronto vendrá el alba… al venir el alba despierto de un corto sueño y me pongo a parlotear con mi amiga la Civilización, que a deshora viene a rondar mi lecho. “Amiga Civilización, le digo, de nada valen tus relojes, sobre todo en este barrio donde son tantos y tan desconcertados entre sí, que no hay manera de conocer por ellos las horas de la noche ni las del día.” Y mi amiga la Civilización me contesta riendo: 
“Querido Simplicio, estas costumbres relojeras, y otras de orden distinto y más trascendentales, obra mía son; pero tan mal concertadas, que yo que las traje tampoco las entiendo.” 
 
Madrid y Diciembre, 30-1915 
Benito Pérez Galdós
 
 

[1] Este cuento o relato fue publicado en la revista Los Contemporáneos del 7 de enero de 1916 (Núm. 367). 

 


 

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