30 de noviembre de 2020

El poder de Al-Andalus, para los Andalusíes

Por Mario Villén

 

    Cuando hablamos del emirato nazarí de Granada parece que nos referimos a una breve coletilla final de al-Andalus, un periodo sin la importancia y el empaque de otros como el del califato omeya. Sin embargo, se trata del periodo más dilatado, extendiéndose durante más de dos siglos y medio, más que el emirato y el califato de Córdoba juntos. 
 

 
    Este Estado musulmán nace de los restos del naufragio de los almohades en la península. Tras su derrota en las Navas de Tolosa, en 1212, los africanos se retiran paulatinamente de al-Andalus y surgen diferentes intentos por formar un Estado sólido de base andalusí. A este periodo se le conoce como terceras taifas. En Levante, en Niebla, en Murcia, brotan emires que controlan importantes territorios, pero sobre todos ellos se acabará imponiendo Ibn al-Ahmar, que fundará un emirato sólido y fuerte, y una dinastía, la nazarí, con sede definitiva en Granada. 
 
    Si analizamos la historia de al-Andalus, los periodos taifas se caracterizan por una serie de poderes autóctonos que se relacionan entre sí, y con los reinos cristianos, desde un punto de vista puramente político. De esta manera, podemos ver a una taifa que se alía con un reino cristiano contra otra taifa, o viceversa. La invasión de los almorávides y, posteriormente, de los almohades, supone un cambio en esta situación. La división se hace radicalmente religiosa. En al-Andalus se producen conversiones forzosas, expulsiones masivas de infieles, y se establece una única frontera que separa a cristianos de musulmanes. Como dato curioso, hasta esta época, la población de Córdoba era mayoritariamente cristiana. La respuesta del norte no se hace esperar: surgen las órdenes religiosas, que vigilan la frontera, y los reyes se concentran en su esfuerzo bélico contra estos imperios africanos, que comienzan a invadir sus tierras. Estas tensiones desembocan en importantes batallas como las de Alarcos y las Navas de Tolosa. 
 
    La retirada de los almohades de la península representa un retorno al poder musulmán autóctono, y con él, una vuelta a las relaciones entre reinos desde un punto de vista más político que religioso. Con sus luces y sus sombras, con enfrentamientos puntuales y largos periodos de paz, la etapa del emirato nazarí de Granada supone un mutuo entendimiento y un respeto a dos bandas. 
 

 
    La excepcionalidad de Ibn al-Ahmar como fundador de este emirato y de su propia dinastía reside en su extrema habilidad política, estratégica e incluso bélica, que lo llevaron a conseguir un pacto con Castilla que, en la práctica, supuso la supervivencia de Granada durante más de dos siglos y medio. La toma de Jaén fue la ocasión idónea para ese pacto de vasallaje que unió el destino del emirato al de Castilla. Los nazaríes entregaban Jaén, se comprometían a pagar parias a Castilla y a auxiliarla y aconsejarla cuando ésta lo requiriera. A cambio obtenían el reconocimiento como Estado, una frontera estable y, lo más importante, una paz duradera amparada por la protección de Castilla. 
 
    Toda esta historia, así como la de Fernando III, antagonista de Ibn al-Ahmar, se cuenta en “Nazarí”, una novela con la que pretendo arrojar luz sobre una etapa transicional de nuestra historia que ha sido tradicionalmente ignorada por la historiografía. 
 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Mario Villén 
 

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