27 de octubre de 2020

Galdós, el aire romántico de un realista. Por Carlos Mayoral

 

    Es una sensación que se produce en prácticamente todos los lectores de Galdós: las dos primeras series de la colección de los Episodios Nacionales son muy distintas a las posteriores. Y no sólo por el hecho de que transcurran veinte años entre la redacción de unas y otras, no. Hay algo más. En las novelitas escritas hasta el año 79, se descubren ante nosotros personajes mucho más heroicos, y no lo digo sólo por los protagonistas, Gabrielillo, Monsalud y sus adláteres, lo digo también por los propios personajes históricos, que resultan más respetables y decentes que los que aparecerán en las narraciones a partir de 1898. En esas dos primeras series, el cuadro que dibuja Galdós desprende un aroma idealista, soñador, quijotesco en algún punto. En las tres últimas, ese idealismo da paso a un pesimismo agobiante, a la sensación de habitar una España gris, podrida en sus cimientos políticos, con problemas estructurales difíciles de solucionar. 

    Es curioso, puesto que estas dos primeras series dan cobertura al periodo comprendido entre Trafalgar y la muerte de Fernando VII, esto es, al periodo más convulso de la España moderna; mientras que las tres últimas abarcan, principalmente, las épocas de Isabel II y, sobre todo, la Restauración, que en términos objetivos son periodos mucho más estables, en los que, si eliminamos el paréntesis de locura general surgida durante el Sexenio Democrático y las guerras carlistas, hablamos de casi sesenta años en los que el país crece, se moderniza, deja atrás el absolutismo y el régimen casi medieval con el que Fernando VII sometía al pueblo en las primeras series, y construye un régimen democrático, con mil y un problemas, pero que sobrevivió sin pestañear a desastres como el del 98. Es decir, Galdós analiza con mucho más respeto y mucha más admiración una época donde el liberalismo que él abraza es perseguido, donde el hambre y el analfabetismo corren a sus anchas por todo el país, y donde la vida es, desde la neutralidad, mucho peor. ¿Por qué? La respuesta es clara y es la que da forma a este artículo: Galdós es un romántico.

 

Romanticismo literario 

    Cuando ideaba la novela que más tarde publiqué sobre Galdós, esta idea no dejaba de rondarme. Mi argumento transcurre entre los años 1888 y 1890, es decir, en los años de más éxito en la carrera del canario. Acaba de publicar Fortunata y Jacinta, su fama ya cruza el charco, y precisamente a lo largo de la novela se trata el tema de la Academia, institución en la que está a punto de ingresar. Sin embargo, me daba cuenta por los textos y por el giro de sus novelas, que aquel era un Galdós mucho más crepuscular, hastiado ya de una sociedad que se desangra en gris. Sus personajes se suicidan por tedio o por descontento, las quiebras económicas se alternan con las quiebras espirituales. El realismo le sirve a Galdós para mostrarle al lector la cara menos amable de la existencia, y no tiene nada que ver con el tono romántico de sus primeros párrafos. ¿A qué se debía este cambio? 

    No debemos olvidar que Galdós nace en los años cuarenta, es decir, en el momento en el que el romanticismo literario golpea con más fuerza en España. No es cuestión baladí. Aquí el romanticismo ha surgido tarde, Larra ha escrito sus mejores artículos entre el 36 y el 37, y a partir de ahí surge el mejor Duque de Rivas, el mejor Espronceda, hasta llegar al Tenorio que Zorrilla estrena en el 44. Por ahí sigue coleando esta tendencia, que podríamos decir que cierran Rosalía de Castro y Bécquer, dos autores que casi pasan por coetáneos de Galdós. Por tanto, el movimiento se populariza cuando el canario es joven, lo cual le permite admirarlo desde los ojos abiertos de la pubertad, y crece con él, con figuras de su generación que se insertan en la tendencia sin anacronismo, y que traen a España el idealismo alemán, traen a Victor Hugo, a Chateaubriand, a Byron, el krausismo y tantas otras aristas de la corriente. 

    A este rasgo contextual hay que añadir que uno de los mentores de Galdós, Mesonero Romanos, había pasado por ser uno de los grandes románticos de las letras hispanas. Desde el costumbrismo, cuya melancolía atravesó todo el romanticismo, Mesonero es una de las plumas más reconocidas, que no dudará a la hora de reconocer en Galdós a uno de los grandes autores del siglo, pese a los cuarenta años de edad que les separan. Será Mesonero quien ayude al canario a la hora de redactar los Episodios Nacionales más heroicos, aquel Gabrielillo que lucha contra los franceses fusil en ristre, aquel Salvador Monsalud que se enfrenta al medio-hermano carlista. Será Mesonero quien le explique a Galdós cómo eran esas calles de Madrid antes de que el rey plazuelas hiciese honor a su apodo y llenase la ciudad de explanadas. Será Mesonero quien le cuente al canario cómo se ejercían aquellos oficios en tiempos de Requejo, cuando la calle de la Sal era centro neurálgico de la urbe, y los gremios de pretineros, de cuchilleros o de latoneros eran eso, núcleos sociales y profesionales, antes que meras calles del centro.

    De este modo, las primeras novelas de Galdós desprenden aún ese aroma romántico que el canario tanto ama. La Fontana de Oro, La Sombra y El Audaz, con las célebres tertulias cuasirrománticas, con su espíritu exaltado, su sentido de la justicia, el carácter aventurero de Lázaro, o el alma revolucionaria de Martín Muriel. Es nuestro Galdós todavía en estas novelas y en los primeros Episodios un hombre que pelea, que lucha contra el tradicionalismo desde un liberalismo agitador, alborotado, que se refleja perfectamente en su prosa, y que se aleja mucho de aquel último Galdós ya más sosegado y espiritual.

    Era necesario para mí, a la hora de definir el personaje, de trazar los rasgos de su personalidad, asimilar este contraste entre aquel Galdós romántico y este Galdós mío, que a todo mira ya con recelo, que terminará arruinándose por su propia desconfianza, y que observa con asco los avatares de la alternancia política. 

 

Romanticismo histórico 

    En el capítulo XVII del Episodio Nacional titulado Bailén, Galdós afirma que Andalucía ya era romántica en 1808. Y no lo dice por casualidad. Lo cierto es que, si atendemos a aquella España de finales de siglo XVIII y principios del XIX, nos encontramos con extraordinarios personajes, heroicos y novelescos. Igualmente se topa uno con el poeta José Cadalso, que desenterró a su amada en episodio lúgubre; o con el abate Marchena, que le plantó cara a Robespierre en tiempos de la Revolución hasta ser clave en el ascenso de Napoleón; o con Churruca, que combatió solo contra seis navíos ingleses con la pierna amputada por una bala de cañón; o con el Empecinado, maravillosamente retratado por el canario, que reclutó a su familia para lanzarse al campo y desgastar a los franceses durante la invasión napoleónica. Galdós ama a este tipo de personajes históricos, pero en la época de su apogeo, alrededor de los años ochenta del XIX, en el lapso de tiempo que intento retratar en la novela, empiezan a desaparecer. Quizá las figuras más importantes ahora pasan por pensadores, oradores, tribuneros y políticos. Faltan esos poetas que le cantan a la muerte, faltan esos militares épicos, falta ese pueblo que se lanza a las calles para defender el pan a costa de la vida. 

    En mi novela, Galdós trata el asunto del asesinato de la calle Fuencarral, un crimen que aconteció en el verano del 88, y que conmocionó a la sociedad. El interés del autor por el crimen no es ficción. Se preocupó mucho por desenlace el caso, lo siguió de principio a fin, escribió varias crónicas para La Prensa de Buenos Aires e incluso a la que en un principio fue tomada por asesina, la criada Higinia, la trató como a una heroína de cuento. Estudiado el contexto, era evidente que en ella veía un reflejo de aquella vieja España epopéyica. En un entorno tan monótono como Galdós veía en esa Restauración, en esa alternancia caciquista de partidos, la aparición de pequeños personajes como esta Higinia era para él como un soplo de aire fresco, como rememorar a los poetas, militares y campesinos que elevaron al héroe cotidiano del romanticismo. 

    También aparecen por mi novela varios personajes históricos: Salmerón, Cánovas, Sagasta… Todos representantes de aquella época democrática sin democracia, a los que Galdós trató, en algunos casos admiró, pero siempre de una manera muy alejada de la veneración que profesó por aquellos reyes que tan rápido amarraban al vulgo con caenas como abrazaban las premisas de un liberalismo incipiente según el peligro que corriese su vida; muy alejada de aquellos políticos que eran asesinados en la playa de San Andrés por planear mal un desembarco al grito de ¡Viva la libertad!; muy alejada de aquellos militares que luchaban contra los Cien Mil Hijos de San Luis hasta el hastío, y a los que solo por desfallecimiento podían llevar a ahorcar a la plaza de la Cebada. 

    Galdós hubiese sido feliz, en su imaginación desbordante, naciendo cuarenta años antes, en el año 1800, como Balzac, y vivir revoluciones, dictaduras, luces, sombras e ilustraciones; y que toda esa heroicidad se reflejase en su obra, como se reflejó en La Comedia Humana, con personajes que persiguen la grandeza, el honor. Pero a él le tocó vivir la espesura de aquella España finisecular, un compendio de mediocridades que, pese al ya referido avance que se produjo en el conjunto de la sociedad, no dejaba espacio, salvo en honradísimas excepciones, para personajes intrépidos.

 


El Madrid romántico 

    El último actor en este drama romántico que acompañó a Galdós es la ciudad que lo vio morir hace ahora un siglo. Madrid es mucho más que una urbe para el canario. En el imaginario ha quedado la certeza de que es su tablero de juego, el espacio por donde transita su propio mundo de ficción. Allí, personajes que aparecen como principales en una novela dan un paso atrás en la siguiente para ser secundarios; los que protagonizan monólogos en un relato pasan a conformarse con un cameo en los posteriores; los que regentan una tienda de paños en el año 1808, protagonistas de un Episodio Nacional, son los ancestros de los que se dedican al negocio de la tela en Fortunata y Jacinta, sesenta años más tarde. Es decir, el Madrid de Galdós es una fotocopia del Madrid real. Pero se da un matiz: hablamos del Madrid que construye Galdós cuando ya conoce la ciudad, cuando se ha empapado de sus calles y sus costumbres, cuando ya ha asimilado su cultura y sus raíces, cuando ya ha calado a sus vecinos y a sus visitantes. El Madrid que teje Galdós en sus novelas contemporáneas es un Madrid realista, que se sustenta sobre el conocimiento infinito de su autor. Ahora bien, ¿cómo era el Madrid de Galdós antes de que Galdós lo conociese? 

    El Galdós que ve crecer su talludo cuerpo en la adolescencia insular observa la capital con una admiración absoluta. Diríamos, por seguir con la comparación, que aquel primer Madrid que imaginó Galdós desde las islas es un Madrid romántico, muy alejado del Madrid realista por el que como escritor pasó a la historia. Es el Madrid de las academias afrancesadas y de los mejores museos; es el Madrid de los motines y las revueltas, de las desamortizaciones y los levantamientos; es el Madrid de la corte y sus satélites, pero también de los suburbios y el mercadeo; es el Madrid de las sociedades secretas y los gremios influyentes; es el Madrid de Quevedo y Lope, de Larra y los Moratín; es el Madrid de Goya y Velázquez, de Sabatini y de Ventura Rodríguez. Madrid es, en definitiva, el lugar donde ocurrían las cosas. 

    De hecho, aquel Madrid idealizado cumple con las expectativas del joven Galdós al poco de instalarse en él. Asiste tiempo después a la noche de San Daniel, donde la guardia civil a caballo carga con bayoneta contra los estudiantes de la ciudad, regando la Puerta del Sol de sangre joven. Poco después se produce la revuelta de San Gil, es destronada Isabel II, y se da paso a los seis años más locos de la historia moderna del país, con el ya citado Sexenio Democrático. Pero la vuelta de Alfonso XII coincide con su época de madurez intelectual, y también con la madurez histórica de un siglo completamente loco. Madrid pasa de ser un lugar idealizado a ser su lugar en el mundo. Es decir, pasa del ideal romántico al realismo más concluyente. Como todo en él. Pese a ello, siempre quedaría, en el ánimo del genial escritor canario, el poso de aquel romanticismo heroico y valiente, osado y tenaz. 

 

Carlos Mayoral
Autor de Un Episodio Nacional
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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