27 de octubre de 2020

El alumbramiento, por Marta Cediel García

Durante el Bienio Galdosiano hemos leído infinidad de artículos sobre la vida de Galdós, unos con mayor acierto que otros en su contenido y con algunas opiniones que crearon polémica. Conocimos interesantes estudios sobre su monumental obra, sus tiempos de periodista y dramaturgo, y otros aspectos de su vida canaria, madrileña y santanderina; reflejados también en varias biografías.

No faltaron las exposiciones, ciclos y conferencias en conmemoración del centenario de su fallecimiento. Afortunadamente, para estos actos, muchos dedicaron todo su tiempo, esfuerzo y sabiduría en mostrarnos al Galdós más humano.

Otros, desde los más nobles sentimientos, se expresan a través de dibujos, poesías, novelas y cuentos. Recordemos que Don Benito escribió una serie de cuentos fantásticos, relatos cortos en los que la realidad se fusiona con la fantasía. Esa conjunción está presente en el cuento que hoy publicamos, obra de la escritora independiente Marta Cediel García.

Marta es una de las tantas personas que se encontró con Galdós en la adolescencia. A muchos nos ocurrió eso, fuese por las pobladas bibliotecas domésticas, el interés de un familiar o amigo en invitarnos a conocerle, o el buen hacer de los profesores de otros tiempos. Independientemente del caso y el momento, Galdós se quedó en nosotros y forma parte de nuestras vidas. 

Así cuenta Marta su experiencia: 

Con doce años perdí a mi hermana de quince. El hogar adquirió un color gris, como el tono neutro del dolor y, las paredes se volvieron húmedas, como las lágrimas. Solo había un pequeño espacio en el que refugiarse, una burbuja donde otro mundo dominaba las sombras: era mi dormitorio, y, miles de personajes de mis libros habitaban allí, a su anchas.
Un día, mi profesor me entregó un libro titulado Doña Perfecta. Era mi turno para leerlo en la biblioteca del colegio. 
Ese día, Galdós entró en mi vida para no marcharse nunca. La rabia que me inspiraba la tiranía de doña Perfecta, la piedad que despertaba en mí Rosario, el amor apasionado de Pepe Rey, la altanería de la de Bringas, la pasión de Fortunata, la tristeza de Jacinta, la desconfianza del Conde de Albrit, la amargura de Tristana, el egoísmo de don Lope, la timidez de Marianela, la desesperanza de Tormento, la bondad de Benina… todos llegaron para acompañarme y hacer más llevaderas mis penas… con las suyas. 
En mi pequeño relato, he querido recrear el agradecimiento de los personajes de su obra al autor que les dio vida, así como yo expreso mi reconocimiento por quien me prestó sus alas y me regaló miles de horas de evasión.

 Y en este relato traslada su sentir:

 


     El silencio se había adueñado de la casa. La expectación mantenía tensa a la familia, reunida en el salón principal. Algunos mantenían los ojos bajos, otros miraban los cuadros colgados en la pared. Los mayores, conscientes de la situación, observaban al padre, atentos ante su preocupación. Los nueve hermanos esperaban que su madre alumbrase al nuevo vástago en aquella numerosa familia. La parturienta, como era costumbre en aquellas tierras, se había trasladado, con las primeras luces del alba, al cuarto de costura, habilitado con un catre de tijera y abundancia de palanganas y toallas para evitar deterioros en su propia alcoba. Los dolores del parto habían comenzado hacía ya diez horas y a la madre, con cuarenta y tres años, la atendían la matrona y su fiel Teresa.

El frufrú de las faldas de la doncella se percibía a través de la puerta cerrada, cuando esta subía y bajaba la escalera a toda prisa. Manuela, la pequeña, con tres años apenas, sabía que algo importante ocurría en casa y se levantó de golpe, como impulsada por un resorte, cuando todos escucharon un grito que desgarró la espera. Apenas unos segundos más tarde, el vagido de un recién nacido creaba tal alborozo, que todos se abrazaron felices, las mayores con un alivio en sus caras que llenó de orgullo a don Sebastián, curtido en mil batallas contra los franceses, pero vulnerable ante la llegada de otro hijo. Estaba a punto de cumplir sesenta años y la edad le pasaba factura ante las emociones y la incertidumbre del futuro de su familia. 

    Dolores, de cinco años, con el nombre y la sagacidad de su madre, se acercó al balcón y se llevó la mano a la boca, sorprendida por algo. La mayor, Soledad, con sus dieciocho maternales años, se acercó presurosa para descubrir lo mismo que su hermana pequeña. Con un aspaviento de mano, alertó al padre para que se acercase: En la acera de enfrente, un extraño y variopinto grupo de personas miraba atentamente hacia la casa. 

Don Sebastián corrió el visillo sin disimulo y, sorprendido, observó a los allí presentes:

Había una señora muy mayor, encorvada y con ropas al límite de ser andrajos, excesivas para el calor de ese mes de mayo por la tarde. Vio a un caballero de distinguido porte, con una melena blanca y leonina que se unía, sin aparente fisura, a una gran barba que le llegaba al pecho. Estaba escoltado por dos niñas rubias que le apretaban la mano, protectoras, como si el anciano no pudiera valerse por sí mismo. Al lado, próximas, pero con las debidas distancias, destacaban dos mujeres hermosas, una rubia y elegante y otra morena y manola, como las de los barrios castizos de Madrid. Ambas se abanicaban y trataban de rebajar el color de sus rostros arrebolados. Más allá, una dama vestida de negro y altiva, como solo lo es aquella que domina a todos los que la rodean iba acompañada de una bellísima joven, de aspecto tímido y con la cabeza agachada, como la que esconde sus pensamientos de algún carcelero.

    Pegada a la pared y apoyada con atrevimiento, esperaba una mujer de rasgos finos, cuyo rostro estaba cubierto por afeites y sus labios por rojo carmín; alternaba su mirada entre la casa, pendiente de lo que allí ocurría, pero sin perder de vista a otra señora, que por sus ricos ropajes parecía de la alta burguesía; esta movía sus blancas y regordetas manos y provocaba con ello un tintineo, intencionado, que distraía, para su regocijo, la atención de sus acompañantes, pendientes del balcón de enfrente. 

Más allá, apartada y con un pañolón a cuadros en la cabeza, una joven no conseguía ocultar sus cicatrices de viruela. Vestida modestamente, miraba a la casa y cambiaba de posición entre los que estaban más alejados, como si quisiera eludir a alguien. Un joven apuesto, vestido con levita gris, parecía buscarla, musitando su nombre, indeciso y apoyado en un blanco bastón. La misma situación parecía repetirse con otra joven, sencilla y con una hermosura natural, sin artificios, que trataba de alejarse de un sacerdote con la sotana descolorida y remendada que le colgaba del cuerpo, como si no fuera suya, con ojos que alternaban locura y sensatez. Delante del grupo ocupaba su lugar una señora de luto riguroso y con un rosario entre las manos, que erguía su figura con piadosa altanería. 

Algunos militares, unos con chapela roja, otros con cascos dorados y coronados de altas plumas, todos con sable y condecoraciones en el pecho, arañaban el suelo con botas lustrosas y evitaban mirarse entre sí. Unos llevaban uniforme extranjero, otros, español, y algunos, lucían pañuelo atado a la cabeza y catites con borlas. Su mirada era torva y oscura, y escondían con soltura sus navajas y pistolones bajo mantas estriberas echadas sobre un hombro. Por último, mujeres sencillas, con sus delantales y manteletas de colores, miraban con ojos entrecerrados y suspicaces a los soldados intrusos.

    Don Sebastián pensó que la presión del momento le había arrebatado el juicio, pero, puesto que los visitantes permanecían allí en espera, prudente y educado, venció su sorpresa y abrió la balconada:

―Buenas tardes tengan ustedes ―Se dirigió a todos con una leve reverencia de cabeza― Disculpen mi atrevimiento, pero… al verles a todos enfrente de mi casa, debo preguntarles si desean algo de mí o de mi familia. ―Después de una breve pausa, en la que volvió a recorrer con la vista a aquellas extrañas figuras, prosiguió: ―Me temo que no les puedo dedicar más tiempo, mi esposa acaba de alumbrar a mi décimo hijo y debo atenderlos sin demora. 

―No por Dios, no se disculpe… ―dijo el caballero de la melena blanca, mientras se descubría, majestuoso, e inclinaba la cabeza ― Nosotros ya nos vamos. Sólo queríamos asegurarnos de que había nacido Benito. 

―Pero… ¿Cómo saben que le bautizaremos con ese nombre? ―Exclamó perplejo Don Sebastián.

―Porque es nuestro creador, señor mío. Nosotros somos su obra…y algunos hemos venido solo a corroborar su llegada al mundo y por tanto… la nuestra. ―El caballero, con un leve gesto de despedida, se colocó con esmero su sombrero y con las manos enlazadas a las de sus nietas, se dispuso a alejarse calle abajo. Ya estaba tranquilo y sabía que en mil novecientos cuatro, El abuelo, sería una gran novela.

    El resto de personas que componían aquel curioso grupo se alejó con parsimonia del número treinta y tres de la calle Cano, en la Palmas de Gran Canaria. Eran las seis de la tarde del diez de mayo de mil ochocientos cuarenta y tres. Había nacido Benito Pérez Galdós, unos de los más grandes e ilustres escritores españoles de toda la historia de la literatura, autor de más de cien obras, entre teatro, novelas, ensayos y relatos. 

Solitarios, cada uno en su papel, desfilaron poco a poco aquellos personajes: Fortunata, resuelta y esponjada con su mantón, Jacinta distinguida y cauta, ambas seguidas de cerca por doña Guillermina, con su rosario enredado entre los dedos; Doña Perfecta, altiva y seca como el cuero con su dulce hija Inés; la joven lisiada Tristana, con sus muletas y su rostro amargado; la ambiciosa señora de Bringas con su tintineo de joyas; la apocada y tímida Tormento, con don Pedro a la zaga, sacerdote hosco y fiero que no se separaba de ella. Apenas a unos metros, seguían militares de todo signo: españoles, franceses, polacos, egipcios mamelucos y bandoleros. 

Cerraba la comitiva la descarriada Isidora, retadora engañada, desheredada y arrojada a la mala vida por algunos desalmados. Con paso torpe, seguía la pobre Benina, lleno de misericordia su corazón y con la mendicidad en mente como último recurso para dar de comer a su señora, doña Paca. Por último, Marianela, con el rostro oculto y marcado eternamente, y a su lado, el joven caballero con aire confuso, al que guiaba su corazón porque sus ojos se lo impedían. 

    Don Sebastián, que había luchado en la guerra de la Independencia en mil ochocientos ocho, no podía imaginar que, con sus historias y recuerdos, años más tarde sería uno de los principales instigadores de la explosiva imaginación de su hijo. Esperó unos minutos absorto, mientras aquellas figuras caminaban lentamente. La calle era estrecha, de cantos rodados y delimitada por una pequeña zanja que conducía las aguas hacia el convento de San Bernardo. Dudó de nuevo de su cordura al ver que aquellos personajes se desdibujaban lentamente al final de la vía, como trazos imprecisos de pintura al óleo. Pensativo y perplejo, cerró la celosía verde del balcón, después apartó con dulzura a todos sus hijos, curiosos y apiñados tras él, y se dispuso a ser el primero en abrazar al recién nacido. 

 

Marta Cediel García
Perales de Tajuña
Año 2020, centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós

 

 

 

 

 

 
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